Aún recuerdo el día que empezó todo como si fuera
ayer. Llevaba unos días con un dolor extraño en un ojo que a veces me daba dolor
de cabeza o me hacía chocarme con cualquier obstáculo que se me acercara por mi
flanco izquierdo. Sin embargo, no le di mucha importancia, nunca he sido de ir
mucho al médico ni me he puesto enfermo habitualmente, que ingenuo era; lo que
no sabía es que todo lo que había faltado a mis citas médicas antes lo iba a
compensar de sobra. Un día me levanté, fui a desayunar y no encontraba mi taza en
el lugar donde siempre estaba por más que miraba, hasta que me di cuenta de que
no era capaz de ver nada por mi ojo izquierdo. Ahí ya me asusté un poco, aunque
tampoco demasiado, pero lo suficiente para pedir cita en el ambulatorio y
acudir a mi médico de cabecera, que, con los pocos medios que tenía y lo súbito
de mi ceguera parcial, me mandó rápidamente a las urgencias del Gregorio Marañón,
dónde empezó uno de los días más largos de mi vida.
Yo que no tenía experiencia alguna en esas cosas,
de repente me vi en una sala de espera rodeado de gente con todo tipo de
lesiones a la espera de que me dijeran algo. Empezamos pasando por la oftalmóloga,
que me vio el fondo de ojo y determinó que tenía una neuritis óptica, lo que
viene siendo una inflamación del nervio óptico, que me estaba impidiendo poder
ver por el ojo izquierdo. ¿La solución? Fácil, unos corticoides en vena durante
unas dos horitas y esa inflamación bajará y podrás ver, pero no quedó ahí la
cosa, sino que mientras iba absorbiendo los fármacos iban a hacerme una serie
de pruebas para comprobar si el ojo estaba bien. El problema es que eso no era
la verdad, sino que ya estaban sospechando de que podría tener esclerosis, ya
que esa neuritis en el ojo es uno de los síntomas más característicos que
llevan a un diagnóstico de este tipo.
Las pruebas empezaron a ser más complicadas, un
TAC y una resonancia, cosas que yo había visto durante la carrera pero que
jamás había sufrido en mis carnes. Pero lo peor estaba por venir, cuando me
dijeron que me iban a hacer una punción lumbar. En ese momento no entendía nada
de por qué tantas pruebas, pero me estaba dejando llevar, yo creo que fruto del
shock. Entré en una sala invernal, o al menos a mi me lo pareció, no sé si por
los nervios o porque realmente la calefacción no funcionaba, y entonces me
colocaron en posición fetal con la cabeza entre las piernas y me dijeron que
cogiera aire y lo fuese soltando. Entonces es cuando te introducen una aguja
del tamaño de las que usaba mi abuela para hacer punto entre dos vertebras y
sientes un dolor punzante y profundo que hace temblar todo tu cuerpo. A medida
que te van haciendo más punciones durante esta enfermedad, al final te
acostumbras y acabas dando consejos a los pobres novatos que están en la sala
de espera temblando por entrar, pero esa primera vez es una experiencia del todo
desagradable.
Cuando terminaron la ronda de pruebas llegó el momento de llamarme a una sala para comunicarme los resultados. Yo había ido sólo a urgencias, soy una persona que siempre intento ocultar las cosas malas que me pasan a la gente más próxima, lo que es un gran error y no recomiendo a nadie que lo haga, pero eso ya lo comentare en futuras publicaciones. Entré en una consulta con una neuróloga, la residente que había estado conmigo todo el día en urgencias y dos estudiantes, y allí, sin paños calientes, la doctora me dijo que tenía esclerosis múltiple. De esa sala no recuerdo más, después me fui a mi casa medio aturdido y empecé a buscar en Google que significaba aquello. Se me vino el mundo encima, de repente entraron en mi cabeza palabras como brotes, recurrente-progresiva, mielina, incurable, silla de ruedas, etc. Y ahí, con 25 años, mi vida empezó a resquebrajarse, y pensé en la muerte por primera vez referida a mí, ¿y si todo se iba a acabar pronto? ¿Y si iba a morir joven?
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