En estos últimos días, me he encontrado en un estado de
introspección profunda que ha engendrado una serie de reflexiones. Estas
reflexiones han servido para profundizar aún más en un tema que ya había
discutido previamente con mi psicólogo: el persistente sentimiento de
insuficiencia que permea cada faceta de mi vida. Desde mi infancia, me he
autoimpuesto un nivel de exigencia excepcional, quizás en respuesta a las
expectativas familiares que pesaban sobre mí. Es curioso cómo esta autocrítica
constante ha dejado un rastro de insatisfacción en todos los rincones de mi
ser.
Dentro de mi familia, fui el último en llegar, lo cual me obligó a
adaptarme a un entorno ya establecido. Como hijo, siempre me he esforzado por
igualar el nivel de logros de mis hermanos. Aunque sus ejemplos no fueran los
más edificantes, sentí la necesidad de redoblar mis esfuerzos para destacar y
ganarme un espacio propio. En virtud de ello, me sumergí en mis estudios,
culminando con la obtención de mi título universitario y mi doctorado. Sin
embargo, incluso con estos logros en mi haber, la sensación de satisfacción
genuina se ha mantenido esquiva, pues el afecto paternal que imaginaba no ha
sido completamente alcanzado. Esta preocupación no se limita únicamente a mi
rendimiento académico, sino también a mis intentos por aportar económicamente a
la familia, brindando el respaldo adicional que mis padres necesitaban. A pesar
de mis esfuerzos incansables, no he logrado sentirme suficientemente valioso
debido a la ausencia del apoyo que anhelaba. En mi papel de nieto, arrastro un
lamento vinculado a mi abuela. Siento que no fui el nieto que podría haber sido
en sus últimos meses de vida. Me culpo por haberme centrado demasiado en mi
propia enfermedad, permitiendo que los momentos preciosos se escaparan sin ser
disfrutados plenamente. Esta perspectiva se torna aún más penosa al considerar
que mis preocupaciones pudieron haber contribuido a su declive.
Mi trayectoria laboral ha culminado en un punto que una vez
parecía inalcanzable. No obstante, con frecuencia, me asaltan dudas acerca de
mi capacidad para sostenerme en el lugar donde me encuentro. La idea de que mi
posición es producto de la casualidad o de la ayuda que he recibido se aloja en
mi mente. Una persistente voz interior me hace cuestionar si merezco realmente
el estatus que he alcanzado, insinuando que otros podrían desempeñar mi función
de manera más competente. Además, la esclerosis introduce una incertidumbre en
mi perspectiva de futuro laboral, ya que la limitación que impone a mi
horizonte temporal suscita la inquietud de que jamás alcance mi pleno
potencial.
Reflexionando sobre mi papel como amigo, admito que no siempre estuve a la altura de las expectativas. La esclerosis, me sumergió en una vorágine que relegó todo lo demás a un segundo plano. Reconozco que cometí un error al no compartir desde el inicio mi situación con mis amigos, aunque sigo creyendo que, en retrospectiva, mi decisión podría haber sido la misma. Para mí, la palabra "amigo" abarca mucho más que simples compañeros para cenar o compartir unas cervezas. En mi concepción, un amigo es alguien con quien existe una conexión profunda y en quien se puede confiar con cada faceta de la vida. Esta clase de afinidad es sumamente escasa. Afortunadamente, he tenido la suerte de encontrar a alguien que cumple ese rol de ancla en mi vida. A pesar de ello, persiste en mí la idea de que no he sido un amigo lo suficientemente presente para él. Enfrenté periodos de recaídas donde mi atención se desvió debido a la esclerosis, una actitud que, en mi opinión, él no merecía y por la que le pido perdón.
Finalmente, no puedo evitar abordar el aspecto que motivó la
creación de este blog: la temible esclerosis. Desde luego, es evidente que
nunca he conseguido dominarla por completo. Aunque haya lidiado con los brotes
de diversas formas, mi resistencia nunca ha resultado suficiente para vencerla.
Observo a personas que forman parte de asociaciones o que protagonizan
documentales, personas que continúan enfrentando la enfermedad sin rendirse, y
siento una pizca de envidia. Reconozco mi propia debilidad en contraste,
aceptando que el monstruo ha tenido la supremacía en nuestra lucha.
Supongo que es normal, al ver que la lucha está perdida y que no queda
mucho tiempo, ponerme a pensar en estas cosas de las que me arrepiento o lamentarme
de no haber sido suficiente para nada. También tiene mucho que ver lo sólo que me he sentido estos últimos días, notando como la gente que quiero no estaba conmigo o ya no cuentan tanto conmigo en sus vidas, lo que es normal, ya que llevo tiempo quedándome atrás de todo. Me tengo que acostumbrar a que ya no soy la prioridad en la vida de nadie. Sólo espero que lo poco que he aportado
deje algún tipo de huella en este mundo.
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