Cien textos. Cien momentos en los que
escribir fue lo único que pude hacer cuando todo lo demás me sobrepasaba. No
siempre tuve fuerzas, y muchas veces no encontraba sentido alguno, pero incluso
en los días más rotos, o precisamente en ellos, algo dentro de mí necesitaba
salir, ser dicho, narrarse, aunque fuera al vacío. Como si poner palabras
fuera, todavía, la única forma posible de seguir existiendo sin romperme del
todo.
No hay victoria aquí, ni redención. No
hay moraleja de superación ni aplausos por haber llegado tan lejos. Lo único
que puedo afirmar con certeza es que sigo, más cansado, con un cuerpo que se
desmorona por dentro y una mente que hace tiempo que dejó de estar del todo
entera, pero sigo. Y eso, con esta enfermedad, ya es mucho más de lo que
parece.
No recuerdo el momento exacto en el que
decidí empezar este blog, solo sé que necesitaba un sitio donde volcar todo lo
que no podía decir en voz alta. No buscaba consuelo, ni comprensión, ni
siquiera compañía. Solo necesitaba escapar del ruido que hacía el miedo dentro
de mí. Al principio no sabía si alguien iba a leer esto, y tampoco me
importaba. Me bastaba con no desaparecer.
He hablado mucho desde este espacio,
aunque no lo he dicho todo. Algunas cosas son demasiado frágiles o sucias o
simplemente demasiado difíciles de explicar. Pero lo que sí he escrito ha sido
honesto. El diagnóstico, el cuerpo que empieza a fallar sin permiso, el
lenguaje médico que no consuela, las salas de hospital con su olor a
desinfectante y resignación, los brotes, los días sin piernas, las noches sin
calma. Cada entrada fue una forma de sostenerme, aunque fuera temblando.
La esclerosis no solo te afecta el
sistema nervioso, te desordena la vida entera. Te roba certezas, te arrebata
planes, te borra horizontes. Te obliga a improvisar continuamente y a aceptar
que nada, absolutamente nada, puede darse por hecho. Todo se vuelve frágil,
provisional, condicionado a ese algo invisible que manda más que tú. Las
relaciones se tambalean, los sueños se diluyen, incluso la identidad se vuelve
borrosa. Un día estás bien, al siguiente no puedes caminar, y a veces la parte
más difícil es explicar esto una y otra vez sin sentir que estás justificando
tu existencia.
Durante mucho tiempo lo llevé solo. No
porque fuera valiente, sino por miedo, por orgullo o por esa absurda costumbre
de no querer molestar a nadie. Creía que podía con todo, que, si lo ocultaba,
se haría más pequeño. Pero la verdad es que se hacía más grande, más pesado,
más oscuro. Hasta que un día, como ocurre con todas las cosas que se reprimen
demasiado, exploté.
Y fue entonces cuando él apareció, mi
ancla. No fue una amistad inmediata. No fue uno de esos vínculos mágicos de
película. Nos conocimos en un momento de desgaste, compartiendo trabajo, cafés
y cansancio. Al principio me parecía distante, incluso frío. Pero con el
tiempo, entre silencios compartidos y confesiones a medias, se convirtió en el
único lugar al que podía acudir sin miedo. Fue la primera persona a la que le
conté lo que me pasaba, el primero que me escuchó sin intentar arreglarme, el
primero que entendió que no necesitaba consejos ni discursos, solo presencia. Él
ha estado en los brotes, en los días en los que el dolor no me dejaba dormir,
en los momentos donde ni siquiera yo sabía cómo seguir. Me ha sostenido sin
decir nada, sin exigirme nada, sin marcharse nunca. No sé si alguna vez sabrá
del todo lo que ha significado para mí. No sé si yo mismo logro comprenderlo.
Lo que sé es que, sin él, este blog habría terminado mucho antes. Y
probablemente también yo. Es un vínculo que ha sobrevivido a mi peor versión, a
mis huidas, a mis silencios.
Durante estos años de publicaciones he
renunciado al amor de pareja, a la idea de compartir la vida con alguien más
allá de esa presencia fundamental. No porque no quiera, sino porque me cuesta
imaginar que alguien quiera quedarse en medio de este caos. ¿Cómo le cuentas a
una persona que puedes perder la movilidad en cualquier momento? ¿Cómo explicas
que algunos días no te vas a poder levantar, que vas a necesitar ayuda para ir
al baño, que puedes dejar de ver o de sentir? ¿Cómo le pides a alguien que
cargue con algo así? Así que no lo hago. No pido. No busco. Me adelanto a la
decepción. Me retiro antes de ser rechazado. Me convenzo de que es mejor así.
Que nadie debería tener que quedarse por obligación.
El sexo ha sido distinto. Más fugaz. Más
físico. A veces un alivio, otras un recordatorio de todo lo que no soy. He
tenido encuentros que me hicieron sentir deseado, pero también momentos donde
mi propio cuerpo me resultaba ajeno, torpe, un escenario en ruinas. No es que
me avergüence de mi cuerpo, pero hay una diferencia enorme entre aceptarlo y
poder entregarlo. Y esa distancia, con esta enfermedad, se agranda.
Y en paralelo, el mundo sigue girando.
La gente a mi alrededor avanza, vive, sueña, construye. Y yo observo todo eso
desde una esquina, como si estuviera viendo una película en la que ya no actúo.
Ellos hacen planes a un año vista. Yo no sé cómo estaré la semana que viene.
Ellos cambian de ciudad. Yo aprendo a adaptarme a no tener fuerzas para ir al
supermercado. Hay una brecha entre mi vida y la de los demás que se hace más
grande cada día. Y aunque intento no sentirme fuera del mundo, hay días en los que
esa sensación se vuelve insoportable.
He querido rendirme más veces de las que
me atrevo a confesar. Algunas lo he escrito. Otras lo he escondido, incluso de
mí mismo. Hubo una vez en la que de verdad me dejé ir. Ya lo conté. Fue una
noche que no esperaba que terminara. Pero terminé volviendo, medio a rastras,
medio empujado por dos nombres que aparecieron en mi mente justo antes de
cerrar los ojos. Desde entonces, he seguido. A veces por inercia. A veces por
miedo. A veces por amor. Y otras, simplemente, porque escribir me da la ilusión
de que aún estoy vivo.
Y ahora, que escribo esta entrada número
cien, no sé si esto es un cierre o solo una pausa más. He dejado mucho aquí.
Más de lo que pensé que era capaz. Mis miedos, mis rabias, mis derrotas, mis
dudas, mi ternura. He sido más sincero con estas páginas que con muchas
personas en mi vida. No sé si alguien me ha leído de verdad. Si alguien ha
sentido lo que intento decir. Pero yo sí me he leído a mí mismo. Me he
reconocido. Me he acompañado en medio de todo esto.
Si esto se acaba aquí, que quede claro:
he vivido cosas que ojalá nadie tuviera que vivir, pero también he conocido un
tipo de amor que no todo el mundo conoce. He tocado fondo más veces de las que
recuerdo, pero también me he reconstruido palabra a palabra. Y aunque haya días
en los que no me apetece seguir, aún estoy aquí. Aún escribo. Aún respiro. Cien
latidos, uno más, tal vez el último.
Y antes de cerrar esta entrada, quiero
decir algo que llevo tiempo guardando. Esta publicación es para ti, papá.
Porque cada palabra que escribí en este blog lleva, de algún modo, tu voz
dentro. Porque tu ausencia sigue siendo un hueco más presente en todo lo que
hago. Porque no hay día en que no te piense, en que no te imagine leyéndome, en
silencio, con esa mezcla de orgullo callado y enfado que siempre te
caracterizó. Te echo de menos cada vez que respiro, pero también cada vez que
escribo. Y si esta entrada resulta ser la última, o si simplemente es la más
honesta, quiero dedicarla a ti. Sé que no estás, pero a veces te sueño. Y en
esos sueños me hablas como antes y te sientas a mi lado como si nada hubiese
pasado. Hoy, mientras escribo esto y dejo sonar de fondo esa canción que tantas
veces me cantaste: “Papá, cuéntame otra vez, esa historia tan bonita del
guerrillero loco que mataron en la selva…”, me consuela pensar que tal vez
pronto nos volvamos a encontrar. Que me volverás a contar historias. Y que esta
vez no hará falta que termine de escribirlas.
Comentarios
Publicar un comentario