Ir al contenido principal

Lo que aún soy capaz de decir

Hoy me ha pasado algo que todavía estoy procesando. Algo que, hace unos meses, me habría dejado temblando. He coincidido en el metro con el chico con el que estuve quedando hace un tiempo, ese mismo que un día me soltó, sin temblarle la voz, que con mi esclerosis nadie querría nada más conmigo que encuentros puntuales. Que nadie querría “hipotecar su vida” por alguien destinado, según él, a terminar postrado en una silla. Aquel comentario me atravesó. Me hundió. Me hizo sentir pequeño, insignificante, casi una carga incluso antes de serlo. Durante mucho tiempo creí que llevaba razón. Que quizá yo era eso: una vida en pausa que nadie querría compartir.

Hoy, en ese vagón lleno donde casi no cabía un alma más, me lo he encontrado. Ni siquiera me saludó primero: empezó a rozarse contra mí, como si nada hubiera pasado, como si tuviera derecho. Le dije que parara. Él siguió. Entonces me bajé en la siguiente estación, aunque no era la mía, solo para quitármelo de encima. En el andén vino detrás. Y empezó a echarme en cara que le hubiese bloqueado, que no respondiera a sus mensajes, que le hubiera borrado como si no existiera. Y no sé exactamente de dónde ha salido, pero he sentido algo dentro de mí, quizá dignidad, quizá hartazgo, quizá eso que creía perdido, y se lo he dicho claramente, sin dudar:

Que hacía tiempo que quería borrarle de mi vida.

Que no quería saber nada más de él.

Que no tenía ningún derecho a abordarme así.

Que no volviera a escribirme ni a saludarme si me veía.

Las palabras salieron sin temblar.

Me escuché a mí mismo decir cosas que antes no habría podido pronunciar.

Y me sorprendí.

Me sorprendí por poder hacerlo, por estar de pie frente a él sin hundirme, por no sentir esa inferioridad que me acompañó durante tanto tiempo después de todo lo que me dijo.

Quizá en el fondo él crea que tenía razón, y quizá una parte de mí también lo pensó alguna vez.

Pero ya no quiero a nadie en mi vida que me repita que no tengo futuro.

Eso ya lo sé yo.

Y no necesito que nadie lo convierta en un arma contra mí.

 

Y sí, puede que no encuentre a nadie que me acompañe “hasta el final”. No lo sé, no puedo saberlo. Pero lo que sí tengo claro es que no quiero a nadie cerca que me trate como un escombro al que se mira con miedo. Prefiero estar solo antes que estar con alguien que use mi enfermedad como excusa para humillarme.

Y creo que todo esto lo he podido decir porque ahora… ahora hay otra persona.

No sé si decir su nombre aquí, pero da igual: sé quién es.

Alguien que ha llegado sin ruido, sin exigencias, sin comparaciones.

Alguien que me mira como si no hubiera nada que explicar.

He pasado ya varios días con él, y hay momentos en los que pienso que podría ser esa persona que creí que nunca aparecería. Me hace reír sin intentarlo, me interesa todo lo que cuenta, y me quedo embobado escuchando sus historias, incluso las más cotidianas.

Tiene algo que no sé describir: un brillo raro, una forma de mirar que no juzga.

Él tampoco lo ha tenido fácil. No por salud, sino porque la persona en la que más confiaba le traicionó. Se quedó roto. Pero aun así se recompuso, reconstruyó lo que pudo, siguió adelante.

Creo que en eso nos parecemos: a los dos la vida nos ha tratado con torpeza, casi con crueldad, pero aún así hemos continuado. A nuestra manera, a nuestro ritmo, con nuestras cicatrices.

Con él me siento especial.

No “útil”, no “tolerado”, no “acompañado por pena”: especial.

Me hace sentir querido.

Y hacía mucho que no sentía algo así.

Y sí, el sexo con él es otra cosa. No es solo piel.

Es conexión.

Es reconocerse.

Es sentir que estoy ahí por algo más que por tener un cuerpo que responde.

Pero lo mejor no es el sexo.

Lo mejor son las conversaciones después.

Dormir juntos.

Quedarnos abrazados en silencio.

Ese cariño que me faltaba desde hace tanto.

Ese gesto simple que vale más que cualquier discurso.

Con él vuelvo a ser alguien.

No alguien enfermo.

No alguien limitado.

No alguien destinado a nada.

Solo alguien.

Pero en todo este torbellino hay algo que sigue latiendo por debajo, algo que no sé cómo gestionar: todavía no le he contado nada sobre mi esclerosis.

Nada.

Ni una palabra.

Y tengo miedo.

Mucho miedo.

Sé que va a llegar ese momento.

Sé que no puedo esconderlo para siempre.

Sé que, antes o después, tendré que mirar a sus ojos y explicarle algo que ni yo mismo termino de aceptar.

Me aterra su reacción.

Me aterra que sea igual que la del último.

Me aterra que, en cuanto escuche la palabra “esclerosis”, vea en su cara esa sombra que ya conozco: miedo, distancia, huida.

Me aterra que cambie su forma de mirarme.

Pero, al mismo tiempo, hay algo dentro de mí que me dice que esta vez podría ser distinto.

Lo noto en cómo me habla, en cómo me escucha, en cómo se acerca.

Lo noto en que no parece alguien que salga corriendo ante lo difícil.

El otro día, sin querer, dejé caer que había algo importante que tenía que contarle. Algo que podía cambiarlo todo. Y le dije que no me veía capaz aún.

Me temblaban las manos.

Me temblaba la voz.

Y él hizo algo que no esperaba: se acercó, me dio un abrazo, me cogió las manos y me dijo:

“Todos tenemos nuestros tiempos. Cuando estés preparado, yo estaré aquí para escucharte.”

Ese gesto… ese gesto me desmontó.

No porque restara importancia a lo que tengo, sino porque me dio permiso para no tener prisa.

Permiso para no justificarme.

Permiso para ser yo.

Y que alguien me ofrezca eso sin siquiera saber la mitad de mi historia… me llenó.

Me atravesó en el buen sentido.

Me alivió, aunque también me dio miedo sentir alivio.

Cada día que pasa me siento un poco más cerca de contárselo.

Y, aunque tengo terror, estoy casi seguro de que su respuesta va a ser positiva.

No sé en qué me baso.

No sé si es intuición o necesidad.

Quizá luego salga todo mal.

Quizá sea un error.

Quizá nada de esto dure.

Pero algo, una parte de mí que creía olvidada me dice que esta vez puede ser diferente.

Y entonces aparece él.

Mi ancla.

Mi amigo de toda la vida.

El que ha estado desde el principio, desde los primeros síntomas, desde el primer diagnóstico.

El que ha visto todos mis brotes, mis recaídas, mis miedos, mis derrotas.

El único que sabe absolutamente todo, incluso lo que yo mismo intento olvidar.

 

En la última sesión con mi psicólogo hablamos de él. Hablamos de lo que significa cargar a una sola persona con todo esto.

Yo llevo tiempo sintiendo que está cansado.

Cansado de sostenerme.

Cansado de ser el único que sabe la verdad completa.

Cansado de que yo lleve años dejándole toda la carga emocional encima.

Él no lo ve así; no es de darle vueltas a las cosas.

Es pragmático.

Es directo.

Es simple en lo emocional, en el buen sentido.

Pero yo noto que nuestra relación ya no es como antes.

Quizá porque ya no compartimos tantas cosas.

Quizá porque hay planes en los que ya no puedo participar: viajes largos, noches intensas, improvisaciones, conversaciones que requieren una memoria que ya no tengo.

Quizá porque yo mismo me estoy alejando para no ser un peso.

Él siempre me dice que tengo que contarlo a más gente, que no puedo cargarlo todo sobre él.

Y no puedo negarlo:

ha sido egoísta por mi parte.

He puesto todo sobre su espalda.

Toda la mierda, todo el miedo, todas las dudas.

Y nunca se ha quejado.

Nunca.

Ni una vez.

Y esa lealtad, esa constancia… también duele.

Duele porque siento que no la merezco.

Duele porque siento que le he fallado.

Duele porque creo que, sin querer, lo he convertido en un refugio al que he ido demasiadas veces.

Escribirlo aquí sería fácil, porque escribir siempre me ha costado menos que hablar. Pero él ya no lee este blog. Hace tiempo que dejó de hacerlo.

Y quizá es lo mejor.

Quizá así puedo escribir sin miedo a herirle.

He pensado en quedar con él y pedirle perdón.

Perdón por todo lo que le he cargado.

Perdón por usarle como único soporte.

Perdón por no haber sabido repartir este peso.

Y no solo pedirle perdón, sino darle las gracias.

Gracias por estar siempre.

Gracias por no fallarme jamás.

Gracias por respetar mi silencio, mis tiempos, mi miedo a contarlo.

Gracias por aguantarme incluso cuando yo no me aguantaba.

Dicen que la confianza da asco, pero yo… yo me he pasado.

Me he apoyado tanto en él que a veces siento que lo he desgastado.

Y por eso también he decidido darle su espacio.

No frenarle.

No arrastrarle.

No cortar sus planes porque yo no pueda seguirlos.

Quiero que disfrute la vida que tanto le ha costado construir.

Quiero que sea feliz sin sentir culpa por no poder salvarme cada vez.

Quiero dejar de aferrarme a él como si fuera lo único que tuviera.

Porque lo quiero. Lo quiero tanto que no sé explicarlo con palabras.

Es mi alma gemela.

Lo tengo claro.

Un hermano.

Una familia elegida.

Un antes y un después.

Si el destino existe, él estuvo escrito en el mío.

Y me da igual que suene cursi o exagerado:

mi vida ha sido una mierda en muchas cosas, pero él la ha hecho más bonita.

Quiero cuidarlo a mi manera, en lo que aún puedo: en su trabajo, en los momentos pequeños, en lo que sé hacer.

Quiero que su futuro sea bueno.

Porque nos lo hemos currado los dos.

Porque hemos peleado tanto, cada uno con lo suyo, que sería injusto que nada le fuera mal.

Seguiré estando para él.

Aunque no compartamos tantos momentos como antes.

Aunque haya cosas que ya no pueda seguir.

Aunque la memoria me falle.

Seguiré estando.

Porque él siempre estuvo.

Y hoy quiero cerrar esta entrada con “7 Years” de Lukas Graham.

Llevo escuchándola en bucle desde que he llegado a casa, y no es por su melodía, que también, sino por lo que dice sin adornos: cómo uno va creciendo, rompiéndose, recomponiéndose, perdiéndose, encontrándose y volviendo a perderse.

Esa sensación de mirar atrás y no reconocerte del todo.

De recordar quién eras a los siete, a los once, a los veinte… y darte cuenta de que ya no queda mucho de esa versión.

Hay un verso en la canción que siempre me da un golpe, como si me atravesara por dentro: “I only see my goals, I don't believe in failure”.

Y pienso en lo lejos que estoy de eso ahora.

En cómo mis metas ya no son metas, sino restos de lo que intenté ser.

En cómo el fracaso se siente a veces como una sombra sobre el hombro que no sé apartar.

 

Otro verso que me deja quieto, sin saber qué hacer con lo que siento, es cuando canta sobre “los amigos que dejan de estar cerca cuando la vida pasa”.Ahí pienso en mi ancla, en él.

En cómo sigue ahí, a pesar de todo.

En cómo yo mismo soy quien se aleja porque tengo miedo de cargarlo, miedo de fallarle, miedo de que un día mire atrás y piense que fui demasiado peso para él.

Pero también pienso en lo que dice más adelante la canción: que al final lo que queda son las personas que te hicieron quien eres.

Y él es eso para mí: una parte de mi historia que no se borra, aunque yo mismo empiece a olvidar cosas.

La canción habla de crecer, pero también de dejar trozos de uno mismo en el camino.

De cómo el tiempo te cambia, quieras o no.

De cómo algunas cosas se van sin avisar.

Y ahora que mi memoria falla, que mis huecos son más grandes que mis certezas, “7 Years” suena casi como una despedida de mis versiones anteriores.

De quienes ya no soy.

De quienes nunca volveré a ser.

Pero también suena a algo más:

a ese deseo de que, aunque la vida te rompa, aún puedas encontrar a alguien que te vea.

A alguien que te quiera no por lo que puedes darle, sino por lo que eres cuando te quedas sin fuerzas.

Supongo que por eso la escucho ahora.

Porque entre todo este caos, entre los restos de lo que voy recordando y lo que se me escapa, me queda la sensación, pequeña, frágil, de que quizá haya alguien mirándome de verdad, aunque aún no sepa toda la historia.

Así que cierro esta entrada con esta canción.

Porque habla del tiempo que pasa, del peso que arrastramos, de lo que perdemos sin querer, pero también del deseo simple de no vivirlo del todo solo.

Y hoy, después de todo, eso es lo más parecido a un consuelo que tengo.



Comentarios

Entradas populares de este blog

La fuerza del destino

Han transcurrido cinco meses desde la última vez que vertí mis pensamientos en este rincón digital, y hoy retorno a él impulsado por dos motivos fundamentales. El primero nace de la recomendación de mi psicólogo, con quien he estado trabajando diligentemente para comprenderme mejor y enfrentar los desafíos que la vida ha arrojado a mi camino. Pero no es únicamente esta sugerencia profesional la que me trae de vuelta a estas líneas. Siento una necesidad profunda de desahogarme aquí, aunque sea solo por esta vez, sin prometer continuidad. Este escrito servirá, al menos, para aligerar algunos de los pesares que me han estado abrumando últimamente. Para dar algo de contexto, he atravesado una depresión que casi me consume por completo. Aunque he recorrido un largo camino hacia la mejoría, la oscuridad aún no ha abandonado del todo mi horizonte. A esto se suma la angustia por la grave situación de salud de mi padre, una realidad que me ha forzado a replantear muchas cosas en mi vida, temas ...

Cien latidos

Cien textos. Cien momentos en los que escribir fue lo único que pude hacer cuando todo lo demás me sobrepasaba. No siempre tuve fuerzas, y muchas veces no encontraba sentido alguno, pero incluso en los días más rotos, o precisamente en ellos, algo dentro de mí necesitaba salir, ser dicho, narrarse, aunque fuera al vacío. Como si poner palabras fuera, todavía, la única forma posible de seguir existiendo sin romperme del todo. No hay victoria aquí, ni redención. No hay moraleja de superación ni aplausos por haber llegado tan lejos. Lo único que puedo afirmar con certeza es que sigo, más cansado, con un cuerpo que se desmorona por dentro y una mente que hace tiempo que dejó de estar del todo entera, pero sigo. Y eso, con esta enfermedad, ya es mucho más de lo que parece. No recuerdo el momento exacto en el que decidí empezar este blog, solo sé que necesitaba un sitio donde volcar todo lo que no podía decir en voz alta. No buscaba consuelo, ni comprensión, ni siquiera compañía. Solo necesi...

Caer y seguir respirando

  Hoy necesitaba escribir aquí, aunque ya hace tiempo que no lo hago. Quizás porque sentí que ya no podía hablar con sinceridad en estas páginas digitales, pero creo que ha pasado el suficiente tiempo para volver a ser un lugar más invisible donde poder abrirme y desahogarme un poco. No sé ni por qué escribo esto. O mejor dicho: sí lo sé, pero me cuesta admitirlo. Escribo porque no tengo otro lugar donde dejar todo esto que me está aplastando. Porque si no lo escribo, se me enquista adentro. Y ya tengo suficientes cosas pudriéndose en el pecho. Hace unos días volví a intentarlo. Sí. Una vez más. Y sí, sigo aquí. No lo cuento para que nadie me tenga lástima. No lo cuento para llamar la atención. Lo cuento porque me estoy cayendo, hondo, lento, sin freno, y necesito decirlo en algún lado, aunque sea en este rincón casi invisible que es mi blog. Me siento como un cuerpo que sobrevive por pura inercia. Me levanto cada día sin ilusión. No porque haya una meta, o un motivo, o un sueño al...