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La fuerza del destino

Han transcurrido cinco meses desde la última vez que vertí mis pensamientos en este rincón digital, y hoy retorno a él impulsado por dos motivos fundamentales. El primero nace de la recomendación de mi psicólogo, con quien he estado trabajando diligentemente para comprenderme mejor y enfrentar los desafíos que la vida ha arrojado a mi camino. Pero no es únicamente esta sugerencia profesional la que me trae de vuelta a estas líneas. Siento una necesidad profunda de desahogarme aquí, aunque sea solo por esta vez, sin prometer continuidad. Este escrito servirá, al menos, para aligerar algunos de los pesares que me han estado abrumando últimamente. Para dar algo de contexto, he atravesado una depresión que casi me consume por completo. Aunque he recorrido un largo camino hacia la mejoría, la oscuridad aún no ha abandonado del todo mi horizonte. A esto se suma la angustia por la grave situación de salud de mi padre, una realidad que me ha forzado a replantear muchas cosas en mi vida, temas que pretendo abordar en las siguientes líneas

Este escrito lleva en su título la palabra "destino", ese concepto que sugiere que desde nuestro nacimiento estamos destinados a vivir ciertos acontecimientos y a tener un final predeterminado. Es la eterna contienda filosófica: la lucha contra el destino se entrelaza con la filosofía del determinismo, que sostiene que todos los eventos están predestinados, y el libre albedrío, que defiende que los individuos pueden tomar decisiones independientes de estas fuerzas predeterminadas. Combatir el destino a menudo desvela la fortaleza y la capacidad de la voluntad humana. Nos recuerda que, aunque no podamos controlar todos los aspectos de nuestras vidas, sí tenemos poder sobre nuestras respuestas y acciones. En ciertos casos, la verdadera sabiduría puede encontrarse en discernir cuándo es necesario aceptar el destino y cuándo es preciso resistirlo.

Siempre he inclinado mi balanza en contra del destino, pero últimamente, los acontecimientos que se han desplegado ante mí me han llevado a cuestionar esta postura. Por más que luche, parece que todo ya está escrito. Esas casualidades que al ocurrir parecen inverosímiles, pero que, al reflexionar sobre ellas, revelan cómo cada pieza del puzle encaja perfectamente. Hablando extensamente con mi psicólogo sobre este tema, descubrí que las cinco fases del duelo por la pérdida de un ser querido también se aplican a uno mismo, especialmente cuando uno se enfrenta a la inevitabilidad de su propio destino. Atravesar todas estas etapas puede hacer que el peso del destino sea más llevadero. Todo comienza con la negación, esos momentos en los que te parece imposible lo que está ocurriendo. La esclerosis llegó y transformó mi vida por completo, pero al principio me negaba a aceptar que esto me estaba pasando a mí. No quería entender por qué, después de tanto esfuerzo y lucha, me tocaba enfrentar esta adversidad. Esta negación eventualmente da paso a la ira, un enojo profundo hacia el mundo y hacia uno mismo, que resurge con cada nuevo brote de la enfermedad. La tercera fase, la negociación, surge cuando intentas encontrar soluciones, creyendo que mejorar ciertos aspectos negativos de tu vida podría frenar el avance de la enfermedad. Sin embargo, este enemigo es incansable, y cuando piensas que lo has derrotado, regresa con fuerza, obligándote a arrodillarte de nuevo. La cuarta fase, la depresión, fue gestándose lentamente desde el inicio, debilitando mi capacidad de resistencia y claridad mental hasta que, hace poco, me golpeó con toda su intensidad. Salir de esa oscuridad ha sido un proceso arduo y lento, pero poco a poco he ido mejorando. Aunque todavía no he salido del todo de ese túnel, he logrado llegar a la última fase del duelo: la aceptación. Esta etapa no significa rendirse, sino más bien encontrar una manera de convivir con lo inevitable, reconociendo la realidad de mi situación y buscando la paz dentro de ella.

He combatido contra viento y marea a lo largo de esta vida, enfrentando situaciones que solo mi círculo más cercano conoce, pero que me han forjado duro como una roca, capaz de soportar innumerables golpes. Ahora, estoy listo para aceptar aquello que me ha tocado vivir, esa fuerza del destino que me ha acompañado desde hace tiempo. Ayer recibí nuevos resultados sobre la evolución de mi esclerosis, y no son alentadores; parece que la enfermedad vuelve a avanzar con fuerza, presagiando la inminente aparición de nuevos brotes. Es extraño, porque a pesar de haber recibido esta noticia, hoy, mientras conversaba con mi psicólogo, no sentí la tristeza de otras veces, ese miedo paralizante a que la situación empeore. En su lugar, siento un vacío, una especie de serenidad vacía. Supongo que esto se debe, en parte, a haber aceptado que ya no hay vuelta de hoja.

Mi vida no ha sido la mejor, marcada por épocas de esplendor y momentos que no desearía olvidar ni siquiera en esa otra vida que prometen las religiones y otros mitos. Sin embargo, me siento satisfecho, pues creo haber hecho más cómoda o feliz la vida de muchas personas que me han rodeado, a veces a costa de mi propia felicidad, pero sin arrepentimiento alguno. Si el destino es una cadena que te amarra y te empuja hacia un punto determinado, la mía, en su recorrido, ha ido entrelazándose con las cadenas de otros, encontrándonos en los momentos y lugares precisos para que pudiera aportarles algo. Este destino nos lleva a lugares inimaginables, nos presenta a personas que transforman nuestro mundo, y nos enfrenta a situaciones que nos hacen crecer. No sé si, cuando todo esto llegue a su fin, habré dejado un buen recuerdo en este mundo. Quiero pensar que sí. Sin embargo, hay momentos en los que desearía recibir un poco más de cariño, sentirme más importante para los demás de lo que me siento ahora.

No quiero que parezca que nada de esto me importa. Claro que siento rabia y miedo en ciertos momentos, y daría lo que fuese por haber tenido la oportunidad de vivir mejor, o siquiera una vida normal como la mayoría. Es difícil seguir adelante cuando sabes que al final te espera un muro ineludible contra el que chocarás, y temes que, al hacerlo, arrastres contigo a aquellos que amas o que podrían amarte en el futuro. Así que solo me queda levantar la bandera blanca y rendirme ante ese enemigo implacable llamado destino.



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