La vida es, en gran parte, una sucesión de sorpresas. A veces son bienvenidas, otras aparecen de forma inesperada y, en ocasiones, llegan de forma tan abrumadora que cuesta asimilarlas. Hay experiencias que pueden cambiar nuestros planes, enseñarnos lecciones profundas o llevarnos a lugares que jamás hubiéramos imaginado. Para mí, uno de esos cambios ha sido la esclerosis, una de esas sorpresas dolorosas que, sin previo aviso, llega y arrasa con todo lo que encuentra. Esto me ha apartado de mi blog durante un tiempo, ya que empecé a verlo como un espacio negativo. Sin embargo, hoy me siento en la necesidad de vaciar aquí todo lo que llevo dentro, un desahogo para encontrar un poco de paz en medio de esta tormenta.
Hace un mes tuve otro brote en las piernas y, aunque me alegra que haya pasado, este episodio me dejó un miedo latente, más profundo que antes. Quizá porque hacía tiempo que no me sentía tan vulnerable, tan impotente, dependiendo de otros para realizar incluso las cosas más simples. Siempre he creído que en esos momentos difíciles es cuando descubres quiénes están realmente a tu lado, y no podría estar más de acuerdo. Por un lado, afronto el dolor físico, pero ya he desarrollado un umbral bastante alto y una fortaleza que me sorprende incluso a mí mismo. Sin embargo, la soledad, ese vacío emocional, duele mucho más que cualquier dolor físico.
Mi familia no está en su mejor momento. Hace poco nos comunicaron que mi padre está en la fase final de su enfermedad y ha sido derivado a cuidados paliativos. Le quedan pocos meses, y estamos tratando de darle todo nuestro apoyo para que se sienta lo mejor posible. Aun así, siento que mi apoyo, en particular, no es bien recibido, y esto me genera dos sentimientos que me cuesta reconocer. Por un lado, hay una envidia que me avergüenza admitir: veo cómo mi familia se vuelca con mi padre, mientras que en mis momentos más difíciles no encontré ese mismo apoyo. No entiendo por qué me dejaron de lado en aquellos días en los que no podía ni andar, en los que el peso de la enfermedad era tan grande que llegué a pensar en rendirme. Esto me genera una carga de culpa que, aunque he intentado trabajar, sigue latente. No soy responsable de la enfermedad de mi padre, lo sé, pero a veces me pregunto si el desgaste que mi enfermedad ha traído a la familia ha contribuido a su deterioro.
En terapia, mi psicólogo me ayudó a ver algo importante: he estado tratando de proyectar una imagen de felicidad para protegerme. Me convencí de que si me mostraba alegre y optimista, podría seguir adelante y mantener relaciones normales con los demás. Sin darme cuenta, creé una barrera que no permite ver lo que realmente siento. Este escudo me da un respiro, pero también me agota, y a veces extraño tener a alguien con quien poder desmoronarme, sin reservas.
A veces, en los momentos en los que menos lo esperas, la vida pone en tu camino a personas que te dan un apoyo que jamás habrías imaginado. Así fue como, en medio de esta etapa vulnerable, apareció alguien que, aunque había estado presente en mi vida de forma pasajera, nunca había tenido un rol significativo. Al principio, era solo un conocido con el que compartía algún que otro momento, pero con el tiempo, su compañía empezó a cobrar una importancia especial. Él se interesa por cómo estoy, se toma el tiempo de escucharme sin prisas y me ofrece su apoyo sin imponer nada. Al principio solo sentía agradecimiento por tener a alguien con quien hablar en estos momentos, pero con el tiempo empecé a notar algo más. Su apoyo y comprensión me hacen sentir valorado de una forma que hace tiempo no experimentaba. Esta amistad, que comenzó como un apoyo incondicional, ha empezado a transformarse en algo más profundo, aunque aún no sé cómo definirlo.
Seguramente toda esta mezcla de sentimientos vengan por el momento vulnerable que estoy pasando, pero echo de menos sentir más cariño, aunque sólo sea un abrazo a tiempo. A veces, la vida nos recuerda que los cambios son inevitables y que aferrarse a lo que ya no es igual solo nos hace más difícil el camino. Perder ciertos apoyos duele, pero también nos permite abrir espacio para personas y experiencias que enriquecen nuestra vida de maneras inesperadas. He comprendido que lo importante es apreciar y valorar a quien está presente en el aquí y ahora. La vida nos enseña constantemente a soltar y a renovar nuestros lazos. A veces, ese “adiós” que nos cuesta aceptar es el principio de algo que está destinado a ser, con personas que llegan para hacernos sentir más fuertes, más valorados y, ¿por qué no? más queridos.
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