No sé bien cómo empezar esta entrada. Tengo el corazón hecho pedazos, y escribirlo aquí es lo único que me ayuda a darle un poco de sentido a todo este caos. Hace unos días recibí un correo, uno que no puedo dejar de leer, aunque cada palabra me duela más que la anterior. Él era mi refugio, mi pequeño pedazo de felicidad en un mundo que a veces siento demasiado grande y hostil para mí. Con él, todo se sentía más fácil. Por un tiempo, me atreví a creer que podía tener algo bonito, algo mío, algo que mi enfermedad no pudiera romper. Pero me equivoqué.
El correo lo dice todo:
me quiso, sí. Me vio, me valoró y me amó de una forma que nunca antes había
sentido. Pero no fue suficiente. Mi cuerpo, mi esclerosis, mi realidad… todo
eso pesó más que lo que podíamos construir juntos. Y ahora, lo único que me queda
es el eco de sus palabras y el vacío de su ausencia. Cuando lo conocí, nunca
pensé que alguien pudiera mirarme de la forma en que él lo hacía. Me hacía
sentir como si mi cuerpo, con todas sus cicatrices, con todo lo que cargo
encima, pudiera ser amado, deseado incluso. Por momentos, llegué a pensar que
mi enfermedad no era un problema, que el peso de mi cuerpo roto podía
desaparecer si él estaba ahí para sostenerme. Pero, al final, todo eso se
convirtió en una especie de cruel espejismo. Porque, aunque yo me sentía más
vivo que nunca, él no podía dejar de ver el futuro que mi enfermedad le
dibujaba: incierto, lleno de miedos, y demasiado difícil de sostener.
¿Y quién podría culparlo?
Yo mismo siento ese miedo cada día. Mi cuerpo es una cárcel que no puedo
abandonar. Lo intento, lucho, sonrío, pero las paredes siempre están ahí,
encerrándome, recordándome que no hay escape. Mi realidad no solo me aplasta a
mí, también aplasta a quienes intentan entrar en mi vida. Lo he visto antes.
Siempre empieza con amor, con esperanza, con palabras hermosas que prometen que
esta vez será diferente. Pero nunca lo es. Sé que su decisión no fue fácil. Sé
que lo intentó, que luchó contra esos miedos, y que me quiso tanto como pudo.
Pero también sé que no podía quedarse. No podía cargar conmigo y con todo lo
que represento. Y aunque trato de entenderlo, aunque me repito que no es su
culpa, no puedo evitar sentirme roto. Porque esta no es solo una despedida; es
un recordatorio de todas las despedidas que vendrán, de todas las personas que
no podrán quedarse porque la esclerosis siempre será una sombra demasiado
grande.
El correo está lleno de
palabras hermosas, palabras que me recuerdan todo lo bueno que compartimos,
todo lo que significamos el uno para el otro. Pero también está lleno de
despedidas, de renuncias, de un amor que no pudo sobrevivir al peso de mi
realidad. Y eso… eso duele como nada que haya sentido antes. ¿Qué haces cuando
te dicen que eres increíble, que te quieren, pero que no pueden quedarse? ¿Cómo
sigues adelante cuando alguien te dice que le pusiste la vida patas arriba, que
siempre te va a querer, pero que no puede cargar con lo que eres? Lo intento,
pero no sé cómo.
No sé qué hacer con todo esto. No sé cómo seguir adelante sabiendo que, por mucho que alguien me ame, siempre habrá una parte de mí que lo empuje a marcharse. La esclerosis no solo se lleva mi fuerza, mi cuerpo, o mi independencia; también se lleva mis oportunidades de construir algo con alguien. Y, sinceramente, no sé cuántas veces más podré sobrevivir a este tipo de pérdidas. Y no es solo en el amor donde siento este peso. A veces, mi vida entera parece construirse alrededor de una sensación constante: la de ser una carga. Para mi familia, para mis amigos, para todos los que se quedan cerca de mí porque me quieren, pero que también tienen que cargar con el peso de todo lo que la enfermedad me quita. No puedo dejar de pensar tampoco en mi ancla, ese amigo especial que ha estado desde el principio, cuando todo empezó a cambiar. Ha sido mi apoyo incondicional, el que se queda horas escuchándome cuando no puedo más, el que ha sacrifica a veces cosas para que yo tenga al menos un poco de estabilidad. Lo quiero, pero siento que sería otro peso más que no merece llevar. Y aunque me duele pensar en cómo mi enfermedad afecta nuestras vidas, no puedo evitar sentirme agradecido y culpable al mismo tiempo. Es extraño cómo alguien puede ser tan esencial para ti y, al mismo tiempo, recordarte el peso que pones sobre los hombros de alguien. Él dice que no le importa, que está aquí porque quiere estar, pero no puedo evitar preguntarme cuánto tiempo más podrá cargar conmigo. ¿Cuántas veces se habrá quedado pensando en todo lo que no puede arreglar? ¿Cuántas veces ha sentido que su vida queda en pausa porque yo necesito ayuda? Su apoyo me da fuerzas, pero también me rompe. Porque, aunque me hace sentir menos solo, también me recuerda que nunca podré devolverle todo lo que ha hecho por mí. Por ello a veces prefiero alejarme aunque necesite desahogarme.
Pensando de nuevo en el correo, lo quise, lo quiero todavía, y probablemente lo querré siempre, porque con él encontré algo que nunca había sentido antes: libertad, deseo, amor. Pero ahora todo eso se ha ido, y yo me quedo aquí, enfrentándome a la misma pregunta de siempre: ¿seré suficiente para alguien algún día? No tengo respuestas, solo un vacío que parece no tener fin. Y aunque sé que, de alguna manera, la vida seguirá, ahora mismo me siento como si estuviera atrapado en un lugar del que no puedo salir. Un lugar donde cada vez que alguien se acerca y logra ver más allá de mis muros, se aleja antes de que podamos construir algo real. A veces pienso en las palabras con las que cerró su correo: "Siempre vas a tener un lugar especial en mi corazón el tiempo que le quede." Me gustaría creerle, me gustaría aferrarme a eso. Pero lo único que siento ahora es que, cuando alguien se va, lo especial pierde su lugar. Y mientras tanto, sigo aquí, aferrándome a ese amigo que nunca me ha dejado. Rezando porque su paciencia no se acabe, porque su vida no se desgaste por mi culpa. Pero incluso en eso hay miedo, porque lo último que quiero es que él también, algún día, se dé cuenta de que merecía algo mejor.
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