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Cuando nadie quiere quedarse a luchar

Nunca pensé que el mayor peso de tener esclerosis múltiple no sería el dolor, la fatiga o la incertidumbre, sino la soledad. La soledad real, esa que no se siente solo cuando estás en casa sin nadie con quien hablar, sino la que se instala en la piel, en la forma en que los demás te miran, en el modo en que las relaciones se desmoronan cuando el futuro se vuelve demasiado complicado de imaginar.

Últimamente, esa soledad ha tomado una forma más oscura y pesada. La muerte de mi padre me ha removido más de lo que esperaba. No siempre tuvimos la mejor relación, y aunque con el tiempo aprendí a perdonar, su ausencia me ha dejado con una sensación extraña, como si hubiera perdido un ancla que, aunque no siempre estuviera firme, al menos estaba ahí. Ahora, sin él, la vida se siente un poco más vacía.

Lo que más me ha golpeado en los últimos meses ha sido el rechazo. Dos personas con las que creí haber encontrado algo especial decidieron alejarse cuando supieron que tengo esclerosis múltiple. No fue inmediato ni explícito, pero lo supe. Lo noté en sus dudas, en sus silencios, en la forma en que poco a poco se fueron distanciando hasta que la historia simplemente se desvaneció. Y aunque intento convencerme de que fue mejor así, de que alguien que no está dispuesto a quedarse desde el principio no es alguien con quien querría compartir mi vida, la verdad es que duele. Duele mucho. Porque no puedo evitar preguntarme si esto va a ser siempre así, si mi enfermedad será siempre ese obstáculo insalvable para que alguien elija quedarse a mi lado.

Pero hay un rechazo que me ha dolido más que cualquier otro. Un chico. Alguien con quien, por un breve momento, sentí que podía ser yo sin miedo. Hubo una noche en la que me abrí con él completamente. Le conté cosas que nunca había dicho en voz alta, le dejé entrar en un lugar de mí que siempre mantengo cerrado. Y lo más sorprendente es que, por primera vez, no tuve miedo de hacerlo. Había algo en él que me hacía sentir seguro, comprendido. Sentí una conexión que no había experimentado con nadie antes, como si en ese instante mi enfermedad, mi incertidumbre, todo lo que me asusta, desapareciera y solo quedara la posibilidad de ser querido por quien soy.

Todo eso se rompió el día que me dijo que no se veía cuidándome cuando mi enfermedad empeorase. Lo dijo sin rabia, sin desprecio. Solo con la frialdad de quien toma una decisión práctica, de quien ya ha decidido que no quiere cargar con algo que considera demasiado. Y en ese momento sentí cómo todo dentro de mí se desmoronaba. Porque una cosa es que alguien no te ame, pero otra muy distinta es que alguien a quien amas te mire y te haga sentir como una carga antes siquiera de que lo seas.

Desde entonces, no he podido dejar de pensar en sus palabras. No porque crea que estaban llenas de maldad, sino porque me dejaron claro algo que siempre he temido: que para muchos, el amor tiene límites, y mi enfermedad es uno de ellos. Que hay cosas que no se pueden negociar, que hay futuros que la gente simplemente no quiere compartir. Y lo entiendo, claro que lo entiendo. Pero eso no hace que duela menos.

Es difícil no sentirse defectuoso. No me gusta pensarlo así, pero en días como hoy, cuando todo pesa más, es inevitable. Me esfuerzo por seguir adelante, por convencerme de que mi vida sigue teniendo valor más allá de las expectativas de los demás, pero hay momentos en los que me miro al espejo y no veo a alguien con posibilidades, sino a alguien marcado por una etiqueta que lo condiciona todo.

Me miro y no veo a una persona que pueda aportar algo bonito a otro. No veo a alguien con quien construir una historia, con quien imaginar un futuro. Veo a alguien cuyo camino está lleno de sombras, de complicaciones, de renuncias. Alguien que, en vez de sumar felicidad a la vida de otro, solo añade preocupaciones, limitaciones, una carga que tarde o temprano se hará demasiado pesada.

¿Cómo puedo esperar que alguien me elija cuando yo mismo, a veces, no sé si me elegiría? Veo mis manos, que un día pueden dejar de responderme. Mis piernas, que quizá se vuelvan incapaces de sostenerme. Y lo entiendo. Entiendo por qué alguien no querría atarse a un futuro así. Pero saberlo no hace que duela menos. Porque no se trata solo de la enfermedad. Se trata de lo que me hace sentir: como si yo, como persona, no fuera suficiente para que alguien decida quedarse, incluso con todo lo demás.

Lo que más me atormenta es esta sensación de no ser suficiente para nadie. Siento que en la vida de los demás ocupo un espacio secundario, que soy esa persona con la que está bien hablar de vez en cuando, con la que se puede compartir un rato agradable, pero que nunca soy la prioridad de nadie. No soy la persona que alguien elige por encima de todo, la que alguien teme perder. No soy imprescindible para nadie. Cuando me doy cuenta de eso, me golpea la angustia. Porque, ¿qué pasará cuando la enfermedad avance? ¿Cuándo no sea tan independiente como lo soy ahora? ¿Seguiré siendo solo un extra en la vida de los demás? ¿O, peor aún, me irán dejando atrás porque mantenerme cerca será más complicado de lo que vale la pena?

No quiero llenar este texto de frases optimistas porque hoy no me siento así. Hoy no creo en el “ya llegará alguien que te quiera de verdad” ni en el “todo pasa por algo”. Hoy solo siento miedo. Miedo de que esta enfermedad no solo me vaya robando poco a poco la movilidad, sino también las oportunidades, las relaciones, los momentos felices. Miedo de que el tiempo pase y termine viéndome solo, sin nadie que quiera compartir conmigo lo que queda de camino.

Y lo peor de todo es que no sé si ese miedo es irracional o si, de alguna forma, ya se está cumpliendo. Porque cada vez que cierro los ojos e intento imaginar el futuro, lo único que veo es mi propia sombra. Nadie a mi lado. Nadie que me tome la mano cuando me fallen las fuerzas. Nadie que se quede cuando ya no pueda caminar solo. Y esa imagen me aterra. Me destroza. Me hace preguntarme si, por más que lo intente, por más que luche, la soledad será siempre mi destino.



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