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Gritando en silencio

Son las once de la noche y aquí estoy otra vez, sin poder dormir, sin encontrar una posición que alivie este dolor que me atraviesa las piernas y me deja sin aliento. Es un dolor traicionero, que no avisa, que no se puede predecir, pero cuando llega lo devora todo. Se instala en mi cuerpo como un enemigo implacable, que no descansa, que no tiene compasión. Quemazón, calambres, descargas eléctricas recorriéndome de arriba abajo como si alguien estuviera hurgando en mis nervios con agujas incandescentes. Me muerdo el labio para no gritar, me encojo sobre mí mismo intentando reducirlo, engañarlo, hacerlo desaparecer. Pero no hay forma. El dolor sigue ahí, indiferente a mi desesperación.

La noche avanza, pero para mí el tiempo es un concepto borroso. Solo existen las punzadas que van y vienen, la presión insoportable, el ardor que me deja sin respiración y las lágrimas que ahora mismo no puedo contener. No quiero llorar, no quiero permitírmelo, pero es imposible. Estoy solo en casa y no le he dicho a mi madre que estoy pasando por otro brote. Debería hacerlo, lo sé, pero no quiero. La muerte de mi padre es reciente y todavía la veo con los ojos hinchados, con la mirada perdida, con el dolor colgándole de los hombros. No quiero sumarle más tristeza a la que ya lleva, no quiero que me vea así, no quiero preocuparla.

Aquí estoy, en silencio, derrumbándome en la oscuridad. Ojalá pudiera gritar, ojalá pudiera pedir ayuda sin sentir que estoy fallando a los demás. Pero no lo hago. Me muerdo las ganas de enviar un mensaje, de llamar a alguien, me repito que puedo con esto, que solo tengo que aguantar un poco más, que de alguna forma pasará. Pero ahora mismo, en esta habitación vacía, no lo siento así. Ahora mismo lo único que siento es que no encajo en la vida de nadie.

Si desapareciera mañana, ¿alguien realmente lo notaría? ¿Afectaría de verdad la vida de alguien? A veces me siento como un extra en la película de los demás, alguien que está ahí cuando lo necesitan, cuando requieren algo de mí, cuando puedo aportarles ayuda, pero cuando se trata de reciprocidad, de que alguien esté para mí de verdad, me vuelvo transparente. La gente acude a mí cuando necesita un favor, cuando necesita desahogarse, cuando necesita algo, pero cuando soy yo quien necesita apoyo, compañía, una simple muestra de interés… entonces el silencio, las respuestas cortas. Sé que en parte es mi culpa por llevar esto en secreto, pero creo que no hace falta saber que una persona que quieres está pasando por algo malo para querer estar con ella.

He luchado tanto en mi vida, tanto. Me he esforzado más allá de lo que mi cuerpo me permitía, me he exigido, me he negado a aceptar que esta enfermedad pudiera marcar los límites de lo que puedo o no puedo hacer. Estudié una carrera, hice un doctorado, conseguí una plaza de profesor en la universidad. Me convencí de que, si me esforzaba lo suficiente, si demostraba que podía seguir adelante a pesar de todo, entonces la enfermedad no me definiría. Me obligué a ir más allá, a superarme, a no ceder terreno. Pero ahora, en esta cama, retorcido de dolor, me pregunto para qué. ¿Para qué tanta lucha? ¿Para qué tanto esfuerzo?

Me he dado cuenta de que, por más que lo intente, no soy una persona fuerte. A lo largo de los años he tratado de convencerme a mí mismo de que puedo con todo, de que puedo seguir adelante, de que la esclerosis no tiene poder sobre mí. He luchado con todas mis fuerzas, he mantenido la cabeza alta, he conseguido logros, he seguido adelante con mi doctorado, con mi trabajo, he intentado hacer todo como si nada me hubiera marcado. Pero la verdad, con el tiempo, es que he perdido más batallas de las que he ganado. Este monstruo silencioso que es la esclerosis ha ido desgastándome poco a poco, y aunque me he esforzado por mantener la compostura, me doy cuenta ahora de que me ha ganado. No soy invencible, no soy tan fuerte como creía. Mi cuerpo, mi mente, la carga emocional... todo eso ha sido más pesado de lo que pensé que podría soportar. Me duele admitirlo, pero quizás la mayor derrota de todas sea entender que, aunque lo haya intentado con todo mi ser, no siempre se puede ganar contra algo tan imparable.

Quizá me equivoqué. Quizá me empeñé en alcanzar algo que estaba por encima de la vida que realmente podría haber llevado. Quizá me forcé a seguir un ritmo que nunca estuvo hecho para mí. Me obligué a competir en una carrera en la que siempre voy a quedar atrás. No soy como los demás. No puedo seguir el ritmo del resto. Me quedo atrás y los demás no esperan. Nadie espera. La vida sigue para ellos mientras yo me quedo en este cuerpo que a veces no siento mío, en esta enfermedad que se adueña de todo.

Ahora, aquí, en esta cama, lo único que desearía es que alguien estuviera conmigo. Que alguien me diera un abrazo, que me sujetara la mano, que me dijera que todo va a ir bien, aunque sea mentira. O simplemente que estuviera. Sin palabras, sin promesas, sin necesidad de explicaciones. Solo estar. A veces lo único que quiero es poder hablar con alguien, sentir que no estoy solo en esto, que hay alguien al otro lado que realmente me ve, que realmente me escucha. No quiero ser esa persona que se siente resentida con el mundo. No quiero pensar que todos son egoístas y que nadie se preocupa por los demás, pero hay días en los que es imposible no sentir rabia. Rabia por ser siempre el que da y nunca el que recibe. Rabia por darme cuenta de que, cuando se trata de formar parte de la vida de alguien, siempre soy prescindible. Y lo peor es que cada vez creo más en aquella frase que me dijo aquel psicólogo.

Ya conté en este blog la mala experiencia que tuve con un psicólogo. Al principio pensé que podría ayudarme, que me enseñaría a sobrellevar mejor la enfermedad, a gestionar mis emociones, a encontrarle sentido a esta lucha. Pero con el tiempo la relación dejó de ser profesional y terminó en una mezcla extraña de confianza mal entendida y comentarios que nunca debería haber hecho. Uno de esos comentarios se me quedó grabado a fuego: “La gente con esclerosis acaba sola y siendo una carga para los demás.”

Recuerdo que en ese momento me enfadé. Le dije que no era cierto, que no podía generalizar así, que estaba equivocado. Me negué a aceptar esas palabras. Pero ahora, en noches como esta, me da rabia reconocer que quizá tenía razón. Cada vez que he intentado abrirme con alguien, cada vez que he intentado construir algo, cuando llega el momento de hablar de mi enfermedad, las cosas cambian. Siempre cambian. Al principio me dicen que no importa, que no es algo que vaya a interferir, que no es algo que me defina. Pero con el tiempo aparece la distancia, la frialdad, la indiferencia y luego el adiós. Me he preguntado tantas veces si realmente es culpa de la enfermedad o si el problema soy yo. Quizá simplemente no soy una persona digna de amor. Quizá simplemente no soy lo suficientemente importante para nadie.

Hay días en los que creo que tengo que seguir luchando, pero hay otros días, como hoy, en los que la idea de rendirme aparece en mi mente como un pensamiento persistente, como un eco que no se apaga. ¿Por qué seguir adelante si cada vez que creo haber encontrado a alguien que realmente se queda, acabo descubriendo que no es así? ¿Por qué seguir adelante si mi vida parece resumirse en aguantar el dolor, en intentar no preocupar a los demás, en ser invisible hasta para las personas que dicen quererme? Hoy me siento agotado, me pesa el cuerpo y el alma, miro hacia adelante y no veo un camino claro, solo más incertidumbre, más dolor, más pérdidas. Hoy la idea de rendirme no parece tan descabellada.

Y, sin embargo, aquí sigo, no porque tenga esperanza, no porque crea que las cosas van a mejorar, sino porque simplemente no tengo otra opción. Porque no rendirse es un acto mecánico, porque sigo respirando sin quererlo del todo, porque el tiempo sigue avanzando, aunque yo no tenga ganas de seguir con él. Porque, aunque en este momento todo parezca oscuro, aunque la vida se sienta cada vez más vacía, aunque todo lo que me rodea parezca seguir sin mí, la realidad es que el mundo no se detiene, y yo sigo aquí, no porque lo elija, sino porque no sé qué más hacer.

No sé si todo lo que acabo de escribir tiene coherencia o si solo estoy dejando que las palabras fluyan sin rumbo, como un pensamiento fragmentado en medio de la noche. Pero sé que, cuando llegue el día en que todo termine, ya sea porque mi cuerpo no aguante más o porque yo decida que no vale la pena seguir, este blog quedará aquí. Y si alguien alguna vez quiere entenderme, espero que, entre estas líneas desordenadas, encuentre las razones que quizás nunca supe expresar en voz alta.




 

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