No tengo muchas ganas de escribir en el blog hoy. La verdad es que últimamente me cuesta poner en palabras lo que siento, como si escribirlo lo hiciera más real, más definitivo. Pero mi psicólogo me recomienda que después de cada sesión intente plasmar aquí cómo me siento, que lo use como una forma de desahogo. Así que aquí estoy, intentando poner en orden este torbellino de pensamientos.
Anoche, cuando me metí en la
cama, sentí ese viejo conocido regresar: un dolor sordo en la pierna, como si
algo dentro de mí estuviera avisándome de que las cosas podrían cambiar en
cualquier momento. No era insoportable, pero tampoco insignificante. Solo
estaba ahí, recordándome que mi cuerpo juega con reglas propias, que la
esclerosis múltiple nunca se va del todo, solo espera. Es un recordatorio
silencioso, insistente, de que mi cuerpo sigue siendo un campo de batalla,
aunque algunas veces parezca un territorio en calma.
Intenté ignorarlo. Me acomodé
de un lado, luego del otro. Respiré profundo. Conté hasta diez, luego hasta
veinte. Pensé en cosas agradables para distraerme, en recuerdos felices, en
lugares que me transmiten paz. Pero con cada latido del dolor, sentía cómo se
despertaba otro compañero aún más molesto: el miedo. Porque no es solo el dolor
lo que me preocupa, sino lo que podría significar. ¿Será solo un episodio
pasajero? ¿O es el principio de algo más grande? ¿Y si mañana no puedo caminar
bien? ¿Y si…? Esos "y si" son como sombras que se alargan en la
oscuridad, como fantasmas de futuros posibles que no quiero enfrentar pero que,
inevitablemente, rondan mi mente.
Es curioso cómo algo tan
pequeño puede traer de vuelta un miedo tan grande. Un simple dolor, una punzada
repetitiva, y de repente me veo a mí misma proyectando escenarios que quizás
nunca ocurran. Pero, ¿Cómo no hacerlo cuando ya he pasado por tanto? Cuando sé
lo que significa que algo tan mínimo termine convirtiéndose en un obstáculo
enorme. He aprendido a convivir con la incertidumbre, a no dejar que me
paralice. Me he repetido tantas veces que debo vivir el presente, que el futuro
aún no está escrito, pero hay noches en las que la fortaleza flaquea, en las
que el miedo vuelve con toda su crudeza, sin previo aviso, sin concesiones.
Y en esas noches, me obligo a
recordar lo que ya he superado, los días en los que creí que no podría más y,
sin embargo, aquí sigo. Me repito que mi cuerpo ha resistido más de lo que
pensaba posible, que, aunque el miedo me susurre lo contrario, he demostrado
que puedo seguir adelante. No es fácil, pero es lo que hay. Y en el fondo, sé que,
si dejo que el miedo me domine, si le doy demasiado espacio, él ganará terreno
y yo lo perderé.
Pero este miedo, esta vez, me
ha llevado por un camino aún más oscuro. Me ha hecho pensar en el futuro de una
forma que intento evitar, en lo que podría significar vivir con esta enfermedad
durante muchos más años. Y no hablo solo de mi cuerpo, sino de mi vida con los
demás. Porque ya ha sucedido antes: dos personas decidieron no estar conmigo
porque no querían enfrentarse a lo que vendría, a la posibilidad de que un día
no pueda moverme como ahora. Y me pregunto, si esto ha pasado ya, ¿qué me
espera más adelante? Si sigo viviendo muchos más años, si mi movilidad sigue
deteriorándose, ¿llegará el día en que esté completamente solo?
Es una pregunta difícil de
enfrentar. La soledad en sí misma ya es una carga, pero la idea de que esta
enfermedad pueda ser un motivo para que otros decidan alejarse es un peso aún
mayor. No quiero vivir con ese pensamiento, pero a veces es imposible no hacerlo.
Me esfuerzo por recordarme que las personas que realmente valen la pena son las
que se quedan, las que no huyen ante la incertidumbre. Pero la herida de los
rechazos pasados sigue ahí, latente, como el dolor en mi pierna esta noche.
Hoy en día, razones para vivir
por mí mismo no me quedan muchas. Me levanto cada día, sigo adelante, pero no
porque tenga una motivación clara o porque espere algo para mí. Sigo porque
todavía creo que puedo ayudar a la gente que quiero. No sé si es suficiente, no
sé si realmente soy útil para alguien, pero es lo que me mantiene en
movimiento. A veces me pregunto si de verdad soy una ayuda o si simplemente me
aferro a esa idea para darle sentido a todo.
Últimamente, pienso que llevo
bastante tiempo viviendo de prestado. Como si, de alguna manera, ya hubiera
cumplido mi ciclo en este mundo. Siento que hace tiempo que tendría que haberme
ido, porque ya no encajo del todo en mi propia vida, en este entorno que sigue
avanzando sin mí. Es una sensación extraña, como si hubiera hecho lo que tenía
que hacer y ahora solo estuviera flotando en un tiempo que ya no me pertenece.
A veces me pregunto si mi propósito en este mundo ya se cumplió, si mi misión
era simplemente hacer un poco más fácil la vida de los demás, ayudarlos a
evolucionar, a superar sus propios miedos, a encontrar su camino.
Echo mucho de menos tiempos
pasados, cuando sentía que tenía un lugar claro en este mundo, cuando mi
presencia parecía importar más. Antes tenía certezas, tenía sueños que parecían
alcanzables, tenía un papel que desempeñar que me hacía sentir necesario.
Ahora, todo eso se ha ido desdibujando, como si las piezas que antes encajaban
perfectamente hubieran sido removidas sin previo aviso. Me esfuerzo en seguir
adelante, pero a veces la sensación de vacío es abrumadora.
Creo que nunca voy a ser
feliz. Es un pensamiento difícil de aceptar, pero cada vez se siente más real.
Sin embargo, tal vez no necesito encontrar mi propia felicidad. Quizás lo único
que puedo hacer es contribuir, de alguna forma, a la felicidad de los demás. Si
mi presencia, mis palabras o mi apoyo pueden aliviar un poco la carga de
alguien más, entonces tal vez eso es suficiente. Tal vez esa sea mi manera de
seguir adelante, incluso en los días en los que el miedo y la incertidumbre
parecen ganar terreno.
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