Hoy quería hablar de una decisión importante, de esas que te sacuden por dentro y no te dejan dormir. Pero la verdad es que no sé si esto va a ser una entrada ordenada. No tengo claro si quiero contar algo o simplemente sacar el nudo que tengo ahora mismo en el pecho. Así que, si estás leyendo esto, gracias por quedarte, aunque no tenga respuestas, aunque solo sea un grito por escrito.
Hace unos días me ofrecieron
participar en un ensayo clínico. Es de fase 2, todavía experimental. Un fármaco
nuevo que dicen que podría regenerar la mielina. Sí, regenerar. No detener el
avance de la esclerosis múltiple, no solo estabilizar… sino reconstruir.
Suena a ciencia ficción. Suena a milagro. Suena a esa promesa que tantas veces
he oído y tantas veces me ha roto.
Al principio lo escuché con
cierta distancia. He aprendido, a lo largo de estos años, a no ilusionarme
rápido. A no dejarme arrastrar por la esperanza sin más. Pero después de la
consulta, algo en mí empezó a removerse. Volví a casa y me puse a buscar información.
Leer. Ver vídeos. Escuchar testimonios de personas que han participado en
ensayos similares. Quería entender a qué me estaba enfrentando. Quería saber si
había luz al final del túnel.
Pero cuanto más leía, más me
pesaban los ojos. Y el pecho. Y el alma. Empecé a sentir que me metía en algo
mucho más grande que yo, en una historia donde no sé si quiero ser
protagonista. Porque este ensayo no es solo una pastilla y una esperanza. Son
ocho meses de ingresos cada 15 días, punciones lumbares, pruebas constantes,
seguimientos clínicos. Y con ellos, un catálogo de efectos secundarios que
parece sacado de una lista de torturas modernas: alopecia, impotencia,
inmunosupresión, complicaciones linfoides. Todo eso, sin garantías. Sin saber
si funcionará. Sin saber si valdrá la pena.
Llevo varias horas leyendo y
ahora mismo siento que estoy teniendo una pequeña crisis de ansiedad. No sé si
esto es lo correcto. No sé si realmente es lo que quiero. No sé si soy tan
valiente como parezco en este blog. Solo sé que estoy asustado. Muy asustado. Y
me cuesta incluso respirar mientras escribo esto.
He dicho que sí. Por ahora. He
aceptado participar. Pero lo confieso: no estoy nada seguro. No sé si estoy
tomando esta decisión por mí o porque ya no sé cómo decir “no” sin decepcionar
a todos los que me rodean. Porque sí, es agotador vivir con una enfermedad
crónica, pero a veces lo que más cansa es vivir intentando cumplir las
expectativas de los demás. Sentir que, si me rindo, les fallo. Que no tengo
derecho a rendirme porque otros han depositado su fe en mí.
La gente quiere que luche. Que
no me rinda. Que mantenga la esperanza. Me lo dicen con cariño, con ternura,
con la mejor intención. Y yo lo agradezco, de verdad. Pero joder… hace tiempo
que no estoy seguro de querer seguir así. Hace tiempo que me cuestiono si tiene
sentido poner el cuerpo otra vez, como si fuera una máquina que aguanta todo,
una más en la cadena médica. Y mientras tanto, nadie parece querer escuchar que
tal vez lo único que necesito es parar. Respirar. Dormir sin miedo. Vivir sin
sentir que tengo que ganarme la compasión.
Porque la verdad, y lo digo
sin rodeos, es que estoy cansado. Cansado de pelear contra algo invisible que
nunca termina. Cansado de que cada paso adelante venga acompañado de un
retroceso. Y sí, a veces fantaseo con la idea de no tener que despertarme más.
No desde el drama, sino desde el puro agotamiento. Desde esa sensación de que
ya lo he dado todo y no sé si queda algo más por ofrecer.
Y, sin embargo, aquí estoy.
Aceptando un ensayo más. No por esperanza, sino porque esa parte de mí que
aprendió a sobrevivir sigue tirando del carro. La misma que me empuja a seguir,
aunque esté medio roto por dentro. La misma que pone buena cara mientras por
dentro me deshago.
Pero esta vez siento que la
cosa va más allá del cuerpo. Este tratamiento no solo es físico. También es
emocional, psicológico, íntimo. Es exponerme. Dejar que me analicen por dentro
y por fuera. Descubrir partes de mí que he escondido durante años porque
siempre que intenté mirarlas, dolieron demasiado. Porque abrir ciertas puertas
implica volver a sentir cosas que preferí enterrar. Y eso me aterra casi más
que los efectos secundarios.
Últimamente, cada vez más, se
me pasa por la cabeza otra idea. Una completamente distinta. ¿Y si en vez de
seguir luchando con más pruebas, más ingresos, más tratamientos… simplemente lo
dejo todo? ¿Y si me rindo, pero no desde la derrota, sino desde la elección? ¿Y
si decido tomar lo que me queda de energía y hacer algo diferente? Viajar.
Escaparme. Vivir, aunque sea un poco, antes de que mi cuerpo ya no me deje.
Me imagino cogiendo una
mochila, subiéndome a un tren o a un avión, y viendo lugares que nunca he
visto. Respirando otros aires. Escuchando idiomas que no entiendo. Tocando
otras vidas, aunque sea de lejos. Viviendo sin relojes médicos ni protocolos
hospitalarios. Comiendo sin miedo. Durmiendo sin cables. Reencontrándome con
partes de mí que esta enfermedad ha ido apagando poco a poco.
Y entonces me pregunto:
¿dolería más hacer eso… o seguir apostando por algo que puede no funcionar? ¿No
sería más justo para mí darme esa pequeña libertad antes de que todo esto
avance más y me quite incluso esa posibilidad?
No quiero mirar atrás algún
día —si es que llego— y arrepentirme de no haber vivido mientras aún podía. De
haberlo dado todo por tratamientos que me rompieron sin devolverme nada. De
haberme convertido solo en paciente y haber olvidado que también soy persona.
Pienso en todo esto y me doy
cuenta de que, con los años, algo se ha ido apagando en mí. Cada año que pasa
siento que soy un poco menos feliz que el anterior. Como si la felicidad se me
hubiera ido escapando entre los dedos sin darme cuenta, y ahora, al mirar
atrás, ya no la reconozco. Y lo peor es que he llegado a un punto en el que sé
que no voy a poder ser feliz nunca más. No como antes. No de verdad. No de esa
forma en que la felicidad te invade sin pedir permiso.
Hoy, en medio de este caos
mental, me he acordado de una conversación que tuve con mi padre cuando ya
estaba bastante enfermo. Fue una de esas charlas que se te quedan clavadas como
si fueran un tatuaje invisible. Él me dijo algo que no he podido olvidar desde
entonces: “La vida merece la pena hasta el momento en que pierdes la
esperanza de poder ser feliz algún día. Porque cuando eso pasa, lo único que te
queda es contribuir a la felicidad de los demás. Pero incluso eso se vuelve
difícil cuando te conviertes en una carga.”
Y me duele admitir que
entiendo perfectamente lo que quiso decir. Porque hay días —como hoy— en los
que me siento eso: una carga. Y sé que la gente que me quiere nunca lo diría.
Que para ellos no soy una molestia, ni un peso. Pero yo lo siento así. Y es una
losa que aplasta cualquier intento de ilusión. Porque cuando ni siquiera puedes
imaginar una vida en la que seas feliz, solo te queda intentar que los demás lo
sean. Pero si tú mismo empiezas a estorbar en su alegría, ¿qué te queda?
Así que aquí estoy. En esta
encrucijada extraña. Con una parte de mí que quiere intentarlo una vez más, y
otra que solo quiere irse a ver el mar. Que quiere dejar de sobrevivir y
empezar, aunque sea por poco tiempo, a vivir de verdad. Aunque sea solo
para no traicionarme del todo. Para no irme sin haber sentido, aunque fuera una
última vez, que el mundo podía ser un lugar habitable.
No tengo una conclusión para
esta entrada. No tengo frases bonitas ni decisiones finales. Solo tengo esta
verdad: estoy agotado. Y quiero vivir. A mi manera. Aunque sea poco. Aunque sea
imperfecto. Aunque no cumpla con las expectativas de nadie.
Gracias por leerme. Por no
pedirme explicaciones. Por estar ahí, al otro lado de la pantalla, en silencio,
sosteniéndome sin exigirme nada. A veces solo necesito saber que no estoy tan
solo en todo esto. Que alguien entiende que querer rendirse también puede ser
un acto de amor hacia uno mismo.
Comentarios
Publicar un comentario