Ir al contenido principal

Allí donde solíamos gritar


Hace unas semanas, cuando escribí mi última entrada, mencioné algo que me tenía en vilo: me ofrecieron participar en un ensayo clínico. Un posible tratamiento, una posibilidad de frenar o incluso curar esta enfermedad que no deja de desgastarme. Durante días estuve dudando, dándole vueltas, con miedo, con ilusión... pero finalmente dije que sí. Me lancé. Tomar esa decisión me costó. Porque no se trataba solo de poner mi cuerpo en manos de la ciencia, era también volver a creer. Abrir una rendija de esperanza. Ilusionarme, aunque me repitiera que no debía hacerlo. Pero lo hice. Me permití imaginar algo distinto. Me permití pensar que quizá, esta vez, la vida podía darme un respiro. Incluso empecé a proyectarme más allá del dolor, más allá del deterioro, como si realmente pudiera permitirme pensar en un "después".

Pero después de todas las pruebas, me descartaron. No por algo que hiciera mal, no por algo que pudiera controlar, sino porque estoy en una fase más avanzada de la esclerosis de la que buscaban para el ensayo. Así, sin más. No encajo. Y se cerró la puerta. Cuando me lo dijeron, no supe reaccionar. Fue como si me vaciaran por dentro de golpe. Me quedé quieto, sin saber qué sentir primero: tristeza, rabia, resignación. Todo vino junto, como una oleada sucia que me empapó por completo. Y desde entonces, sigo así, empapado de decepción. Pero ya no es una decepción que duele como un pinchazo; es una decepción que se instala, que se queda, que se vuelve parte del aire que respiro cada día. Una decepción que se mezcla con todo lo demás y lo contamina.

Lo que más duele no es solo la negativa, sino la manera en la que la esperanza se me escapó de entre los dedos. Por un instante, lo vi claro. Imaginé un escenario donde el dolor podía detenerse, donde tal vez la degeneración se frenaba. Me permití pensar en cosas que ya no suelo pensar: salir a caminar sin miedo, dormir sin despertarme por el dolor, mirar el futuro sin una nube negra sobre mí. Ahora todo eso parece una broma cruel. Como si me hubieran dejado mirar el mundo desde la ventana antes de volver a encerrarme. Como si me hubieran permitido sentir por unos segundos la vida que podría haber tenido, solo para volver a empujarme a la oscuridad con más fuerza.

Lo peor es que me lo creí. Y eso me enfada. Porque debería haber aprendido a no hacerlo. Debería haber sabido que nada bueno dura. Que cuando parece que algo se acerca, en realidad solo lo hace para recordarte lo lejos que estás de alcanzarlo. Me siento ingenuo. Ridículo, incluso. ¿Quién soy yo para pensar que iba a tocar algo parecido a la cura? A veces, tener esperanza no es valiente, es una trampa. Es una especie de auto traición. Porque cuando uno se ilusiona y todo se viene abajo, el golpe no solo duele, sino que te recuerda todas las veces anteriores en las que también caíste en la trampa. Y uno se cansa. Se gasta.

No tengo consuelo. No tengo palabras de ánimo ni para mí ni para nadie. Estoy harto de que me digan que soy fuerte. Estoy cansado de ser el ejemplo de resiliencia para los demás, cuando por dentro no queda más que ceniza. Esto no es fortaleza. Es inercia. Sigo respirando porque el cuerpo lo hace solo, no porque tenga ganas de nada. Cada día es una repetición del anterior, un bucle de cansancio, de frustración, de ausencia. La vida se ha convertido en un ejercicio mecánico de resistencia, y ni siquiera sé para qué resisto. Solo sigo, porque parar implicaría un tipo de derrota que todavía no me atrevo a permitir.

La enfermedad me ha quitado muchas cosas, pero últimamente siento que también me está quitando mi capacidad de sentir. Hay días que no sé si lo que tengo es tristeza o simplemente un hueco en el pecho que ya no se llena con nada. Ni alegría, ni rabia, ni siquiera miedo. Solo una especie de nada que pesa. Escribir esto es como hablarle al vacío. Pero lo hago igual. Porque el silencio duele más. Porque si no lo escribo, siento que desaparezco aún más. Porque si no dejo constancia de lo que vivo, entonces sí que parecería que nunca estuve. Que todo esto nunca pasó.

A esa sensación se suma el duelo. La muerte de mi padre todavía me rodea como una niebla densa. Su ausencia ha dejado un silencio insoportable en casa, en mi vida, en mi madre. Ella está rota. Lo intenta disimular, pero yo lo veo. Lo siento. Y yo, en mi estado, en esta especie de medio-existencia en la que vivo, me siento con la responsabilidad de sostenerla. Sé que si yo no estoy, ella se viene abajo del todo. Y es, honestamente, la única razón por la que no he tirado la toalla. La única razón por la que aún no desaparezco. No por mí. Por ella. Porque ella ya ha perdido demasiado. Porque ella ya no tiene a nadie más, y yo, aunque no pueda ser mucho, todavía estoy aquí.

Y esto también me pesa. Porque no sé cuánto más puedo cargar. Porque no tengo fuerzas ni para mí y aun así me aferro a la idea de que debo ser el soporte de alguien más. No por elección, sino porque no me queda otra. Porque el dolor se comparte, pero también se hereda, y yo no quiero que mi madre cargue sola con lo que ahora mismo siento. A veces me pregunto qué pasará cuando ella tampoco esté. Qué haré yo, completamente solo. Qué sentido tendrá entonces seguir despertando, seguir alimentando este cuerpo cada vez más ajeno. Porque lo cierto es que, en este momento, me siento necesario solo para ella. Ya no por mis sueños, ni por un futuro que me ilusione, ni por un proyecto de vida que me motive. Solo para ella. Y no sé cuánto más tiempo podré sostenerme solo por eso. No sé cuánto más podré sobrevivirme para cumplir un deber que cada día me pesa más.

He perdido toda ilusión por vivir o por anclarme a este mundo. Nada me retiene, nada me impulsa. Vivo en pausa, en una especie de espera que no sé bien a qué se debe. Y me asusta reconocerlo. Porque esa falta de conexión con la vida, con los demás, conmigo mismo, me está volviendo transparente. Me veo apagándome lentamente, sin ruido, sin escándalo. Como una vela que nadie nota que se está consumiendo hasta que ya no queda llama.

Y hay otro miedo. Uno más silencioso, más íntimo, pero igual de devastador. El miedo a la soledad. A la soledad verdadera, la que no se disimula con mensajes o llamadas. La que se siente en la cama, en la piel, en el alma. El miedo de que nadie quiera compartir la vida conmigo. Que mi cuerpo enfermo, mi futuro incierto, sean una carga que nadie quiera llevar. Ya lo he vivido antes. Ya he sentido cómo el amor se escapa cuando muestro lo que soy realmente. He tenido que ver cómo se borra la ilusión de los ojos de alguien cuando le cuento lo que tengo. Y duele. Duele porque en esos momentos, más que enfermo, uno se siente indeseable. Y lo peor es que se empieza a creer que lo es.

Recientemente conocí a alguien. Me enamoré, creo. O quizá solo fue la ilusión de no sentirme solo. Compartimos momentos íntimos. Pensé, por un instante, que podía ser diferente. Que esta vez quizá no huiría. Pero después de acostarnos, me dijo, sin maldad aparente, pero con una crudeza brutal: “Tienes que aprovechar a hacer estas cosas antes de que te quedes en silla de ruedas”. Esa frase me atravesó. Me dejó sin aliento. No sabía si llorar o simplemente quedarme en silencio. Lo peor es que tenía razón. Y saber que tenía razón dolía más que sus palabras. Porque cada vez estoy más cerca de esa silla, de esa dependencia total. Porque lo que él dijo sin pensar, yo lo pienso cada día. Y me lo callo. Y lo escondo. Porque si lo digo, la gente se aleja. Porque si lo muestro, me convierto en algo que nadie quiere sostener.

Y entonces me pregunto si alguna vez encontraré a alguien que me quiera tal como soy. No por compasión, no por lástima. Alguien que acepte la fragilidad, la lentitud, la enfermedad. Alguien que no me mire como un proyecto fallido. Alguien que no huya. Pero cada vez creo menos en eso. Cada vez me siento más solo. Más invisible. Más cansado de intentar. Más cerca de la rendición. Porque aunque aún respiro, cada vez hay menos de mí en este cuerpo. Cada vez soy más sombra que persona. Más recuerdo que posibilidad.

No espero respuestas. No espero consuelo. Solo necesitaba dejar esto escrito, aunque sea para recordarme que, al menos hoy, sigo existiendo. Aunque no sepa muy bien para qué. Echo de menos esos lugares donde una vez fui feliz, donde todavía no me pesaban los pasos ni el futuro. Echo de menos a las personas que me acompañaban, los rostros que ya no están, las voces que se apagaron, los abrazos que ya no llegan. Hay rincones que se quedaron vacíos y que solo se llenan con la nostalgia. A veces me pregunto si todo esto fue real, si alguna vez viví de verdad o si ya entonces estaba empezando a desaparecer. Aquellos tiempos parecen hoy un espejismo, una historia que me contaron, y no mi vida. Y, sin embargo, es a ellos a donde mi mente siempre vuelve. Porque en medio de este presente que se deshace, ese pasado perdido es lo único que todavía me dice que, alguna vez, yo también grité de alegría, de amor, de vida.



Comentarios

Entradas populares de este blog

La fuerza del destino

Han transcurrido cinco meses desde la última vez que vertí mis pensamientos en este rincón digital, y hoy retorno a él impulsado por dos motivos fundamentales. El primero nace de la recomendación de mi psicólogo, con quien he estado trabajando diligentemente para comprenderme mejor y enfrentar los desafíos que la vida ha arrojado a mi camino. Pero no es únicamente esta sugerencia profesional la que me trae de vuelta a estas líneas. Siento una necesidad profunda de desahogarme aquí, aunque sea solo por esta vez, sin prometer continuidad. Este escrito servirá, al menos, para aligerar algunos de los pesares que me han estado abrumando últimamente. Para dar algo de contexto, he atravesado una depresión que casi me consume por completo. Aunque he recorrido un largo camino hacia la mejoría, la oscuridad aún no ha abandonado del todo mi horizonte. A esto se suma la angustia por la grave situación de salud de mi padre, una realidad que me ha forzado a replantear muchas cosas en mi vida, temas ...

El miedo de ser una carga

Cuando recibes malas noticias en la vida, el primer instinto es la negación, buscar una manera de minimizar el problema o, mejor aún, de hacerlo desaparecer por completo. Como mencioné en publicaciones anteriores, los últimos resultados de mi enfermedad no fueron alentadores. Me han comunicado que he entrado en la fase final, y pronto empezaré a sentir todo el peso de la esclerosis. A veces me engaño a mí mismo pensando que lo he aceptado, pero la realidad es muy distinta. Intento encontrar algún pequeño atisbo de esperanza. Por eso hoy acudí a otro neurólogo, especialista en esta enfermedad, en busca de una segunda opinión. Sin embargo, no obtuve lo que buscaba; la consulta solo confirmó el diagnóstico inicial. Es difícil vivir cuando tu futuro está condicionado por algo así. En este momento, me siento roto en mil pedazos, y recurro al blog para intentar recomponerme, soltando aquí lo que pienso. Quizás me estoy abriendo demasiado y eso me asusta, tal vez incluso acabe borrando esta p...

Carta al niño que fui

Como mencioné en mi última publicación, la situación ha empeorado notablemente desde la última revisión médica, y las noticias no han sido alentadoras. Estoy trabajando con mi psicólogo para aprender a sobrellevar esta fase final de la enfermedad, y, como parte de ese proceso de aceptación, me sugirió escribir una carta a ese niño que alguna vez fui, antes del diagnóstico, antes siquiera de enfrentar los aspectos más oscuros de la vida. He reflexionado mucho sobre cómo redactar esta carta, sobre qué palabras podría ofrecerme a mí mismo para prepararme ante todo lo que estaba por venir. Se amontonan tantas ideas en mi cabeza, pero intentaré destilar lo esencial en este post, enfocándome en lo que considero más importante. Lo primero que le diría a ese niño es, inevitablemente, que enfrentará una situación de salud devastadora, algo que trastocará todo lo que hasta entonces conocía. Ese monstruo, la esclerosis, lo golpeará con una fuerza implacable, pero a la vez, le abrirá los ojos para...