He tomado una decisión. No ha sido fácil llegar hasta aquí, pero siento que ya no puedo seguir de otra manera. La decisión de alejarme, de poner distancia, de no contagiar esta tristeza que llevo dentro y que cada vez me resulta más imposible de disimular.
Sé que no me queda mucho, ya sea por la enfermedad que avanza sin piedad o porque en algún momento me rinda. Y quiero irme dejando un buen recuerdo, no una versión apagada de mí mismo que solo provoque preocupación o cansancio a quienes me rodean. No quiero que cuando piensen en mí, lo primero que les venga a la mente sea este rostro cansado o estas ausencias en la conversación. Prefiero que conserven la imagen de lo que fuimos: las risas, los viajes, las confidencias, las madrugadas llenas de palabras y de silencios compartidos.
Nada es igual que antes. Lo noto en cada gesto, en cada plan, en cada conversación. Lo que antes me parecía natural hoy me resulta ajeno, como si perteneciera a otra vida que ya no es la mía. Es como ver fotos de un desconocido que se parece a mí, pero que ya no soy yo. Todo lo que tuve antes ahora está muy lejos, tan lejos que casi me convenzo de que lo soñé.
Y en medio de esa distancia, echo de menos sentirme entendido. Echo de menos aquella sensación de ser necesario, de que alguien contaba conmigo, de que mi presencia sumaba. Hoy, la mayoría de las veces, siento justo lo contrario: que estoy de más, que mis silencios pesan, que mis palabras apenas encuentran sitio. Y ese vacío duele más que la propia enfermedad.
Por eso me alejo. No como una renuncia, sino como un acto de amor. Porque quiero que cuando ya no esté, quede en quienes me quisieron un recuerdo bonito, no una sombra. Prefiero desaparecer poco a poco, aunque me parta por dentro, antes que desgastar los lazos con el peso de mi tristeza.
No sé si es la decisión correcta, pero es la única que ahora me da algo de calma.
Y en medio de todo esto, también hay algo que me atormenta: me siento egoísta. Siento que soy una mala persona por no estar feliz después de haber superado el último brote. Cualquiera diría que debería celebrarlo, que debería sonreír porque he vuelto a andar, porque he recuperado movimiento, porque sigo aquí. Y sin embargo, no siento alegría. Siento tristeza. Una tristeza que se clava más hondo que cualquier parálisis. Y esa contradicción me hace sentir peor todavía, como si no valorara lo suficiente el hecho de seguir vivo.
Me repito a mí mismo: tienes que estar agradecido, deberías estar agradecido. Y lo estoy, de alguna forma. Sé que no todos tienen la suerte de recuperarse después de un brote. Sé que podría haber sido peor, que podría no haber vuelto a caminar, que podría haber perdido mucho más. Pero aun con esa conciencia, no logro sentir esa felicidad que parece obligatoria. En su lugar aparece una pesadez, una especie de sombra que me recuerda que cada recuperación es solo un respiro antes de la siguiente caída. Y eso me hace sentir culpable, como si defraudara a todos por no mostrar la sonrisa que esperan.
Por eso, muchas veces, intento evitar estar demasiado en casa. No porque no quiera a los míos, sino porque no quiero que me vean roto. No quiero que me miren con esa mezcla de compasión y desconcierto que tanto me duele. Prefiero que piensen que estoy bien, que salí a despejarme, que encontré un rato para mí. La verdad es que huyo, me escondo, porque siento que mi tristeza es demasiado pesada como para ponerla sobre los hombros de los demás.
En esas huidas hay un lugar al que suelo ir: una iglesia a la que iba mi abuela. No lo hago por religión, porque nunca fui especialmente creyente, sino porque allí encuentro una calma que no hallo en ningún otro sitio. Es un lugar silencioso, frío, casi vacío la mayor parte del tiempo. Las paredes parecen guardar ecos antiguos, voces apagadas que rezaron durante años, y en ese silencio puedo llorar sin dar explicaciones, sin que nadie me pregunte qué me pasa.
Me siento en un banco de madera, miro hacia el altar y recuerdo a mi abuela. La imagino rezando en ese mismo sitio, con la fe sencilla que ella tenía, con esa forma suya de confiar sin hacerse demasiadas preguntas. Y allí, sentado donde ella tantas veces se sentó, dejo que las lágrimas caigan. No me escondo porque no hay nadie a quien esconderle nada. Allí no hay reproches, no hay miradas de compasión, no hay preguntas. Solo el silencio, y yo, y el peso de lo que llevo dentro.
No sé si alguien me escucha, no sé si sirve para algo, pero de algún modo me reconcilia con la tristeza. Como si ese lugar me diera permiso para sentir sin tener que justificarme. Como si, al llorar allí, estuviera conectado con ella, con su abrazo, con su calma.
Cuando salgo de la iglesia, casi siempre me pongo a andar. Andar sin rumbo fijo, andar hasta que las piernas me pesan, hasta que el cansancio físico empiece a vencer al cansancio de la cabeza. Recorro calles sin prestarles atención, esquinas que ya me sé de memoria, parques medio vacíos, avenidas iluminadas por farolas que parecen repetirse como un bucle. No importa el destino, lo único que importa es moverme, gastar energía, agotarme.
Es mi forma de vaciarme, de forzar al cuerpo hasta que no quede más remedio que rendirse al sueño por la noche. Porque lo que más temo no son los días, sino las noches. Esas horas largas, oscuras, en las que la mente no descansa y me hace revivirlo todo una y otra vez. Cuando la casa está en silencio, cuando no hay distracciones, es cuando la tristeza se hace más grande y me devora. Cansarme caminando es la única estrategia que me queda para poder dormir, aunque sea unas horas seguidas.
Y así voy sobreviviendo. Entre sonrisas fingidas y silencios, entre huidas y bancos de iglesia, entre caminatas interminables y noches cortas. Con la sensación de que todo lo que fui ya está lejos y lo único que me queda es decidir cómo quiero desaparecer: poco a poco, en silencio, intentando dejar detrás un recuerdo que pese más de luz que de tristeza.
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