Llevo un día y medio en la cama, inmóvil. La parte izquierda de mi cuerpo ha decidido desconectarse de mí, como si alguien hubiera bajado un interruptor sin avisar. La pierna no responde, el brazo tampoco, y la mano, que tantas veces he intentado convencer para que se mueva, permanece muda, terca, inerte, como si ya no formara parte de mí. Es una sensación extraña, casi antinatural, porque la mitad de mi cuerpo sigue viva, obediente, mientras la otra mitad yace como un miembro ajeno, muerto, colgando de mí pero sin pertenecerme. Esa división no es solo física: es un recordatorio cruel de que ya no soy entero, de que estoy partido en dos.
Nunca deja de impresionar. Nunca se vuelve rutina. Puedo haber pasado por esto muchas veces, pero cada vez me sacude como la primera. Y en este brote, que se ha complicado más de lo esperado, la sacudida ha sido aún más fuerte.
El tiempo adquiere un ritmo extraño cuando no puedes moverte. Los segundos se estiran hasta volverse espesos, las horas se confunden, y el día y la noche parecen no tener fronteras. Solo cambia la luz que entra por la ventana, y aun así a veces ni me doy cuenta. La cama se convierte en territorio único, en cárcel y refugio a la vez. El cuerpo pesa como plomo y la mente, sin poder ocuparse de nada más, se convierte en un cuarto cerrado donde los mismos pensamientos rebotan contra las paredes una y otra vez.
Es en ese silencio denso, interrumpido apenas por algún ruido lejano de la calle o el crujido de la madera, donde aparecen los pensamientos que más duelen. No son pensamientos nuevos, pero ahora, en esta inmovilidad forzada, se instalan como huéspedes que no quieren marcharse. Y hoy hay una pregunta que me golpea con insistencia, como un martillo que no descansa:
¿Soy realmente necesario para alguien en este mundo?
Sé que suena injusto para quienes me quieren. Sé que, si lo dijera en voz alta, me dirían que claro que sí, que soy importante, que les aporto algo. Pero aquí, encerrado en mi propio cuerpo, incapaz de hacer nada más que mirar el techo y escuchar mis propios miedos, no consigo creerlo del todo.
Antes era distinto. Antes me sentía parte de algo más grande, alguien que sumaba, que daba. Ahora, en medio de esta parálisis que me encierra, la certeza se tambalea. Me pregunto qué ofrezco que no sea preocupación, esperas, retrasos. Qué hay en mi presencia que alivie, y qué hay en ella que pese.
Me duele pensar que, cuando alguien adapta su paso al mío, detrás no siempre hay naturalidad, sino esfuerzo silencioso. Que acompañarme ya no es una elección libre, sino una renuncia constante a otras posibilidades. Y aunque nadie me lo diga, aunque mis seres queridos lo hagan con cariño, yo lo siento: cada paso que alguien da conmigo es un paso más lento del que podrían haber dado solos.
El pensamiento me carcome: ¿qué queda de mí más allá de la enfermedad?
Antes podía definirme por mis intereses, mis proyectos, mis conversaciones, mis aportes. Ahora me miro y me parece que la enfermedad ha ocupado todo el espacio. ¿Soy yo, o soy únicamente el recordatorio de una limitación? ¿Soy compañía o carga?
No me atormenta tanto lo que pierdo yo, sino lo que temo que pierden los demás al estar conmigo. Esa es la herida más profunda: imaginar que no soy un regalo, sino una obligación. Que no soy un motivo de alegría, sino una responsabilidad que pesa.
Y en este día y medio inmóvil, sin poder levantarme, la pregunta no me suelta. Una y otra vez me repito: si desapareciera, ¿qué quedaría vacío de verdad? ¿Qué parte del mundo se resentiría porque ya no estoy? ¿Qué cambiaría, aparte del dolor momentáneo?
No encuentro respuestas. Solo este cuerpo medio apagado, estas horas interminables y esta duda que me roe. Tal vez mañana, si recupero un poco de fuerza, logre recordar que no siempre se trata de ser útil, que a veces basta con estar. Tal vez recupere la idea de que la presencia también tiene valor aunque no pueda hacer grandes cosas. Pero hoy no lo veo.
Hoy, atrapado en esta cama y en este cuerpo que no responde, lo único que siento es esa duda mordiendo.
Y esa duda, más que la parálisis, es lo que realmente me inmoviliza.
Porque no se queda quieta: se mete en todo. Se mete en los recuerdos, ensuciándolos. Cuando pienso en los momentos buenos, en risas o viajes, aparece ese murmullo: “sí, pero entonces todavía sumabas algo”. Se mete en los planes que nunca llegué a hacer, recordándome que ahora ni siquiera tengo la opción. Y lo peor: se mete en la forma en que me miro. Ya no veo solo un cuerpo cansado o enfermo, sino un cuerpo que parece sobrar.
El espejo, cuando tengo fuerzas de enfrentarlo, me devuelve la mitad de una persona. Y no hablo de la parálisis, hablo de la sensación de estar incompleto en lo más hondo. Como si el mundo hubiera seguido su curso y yo me hubiera quedado detenido en una esquina, con la duda agarrada al cuello.
Y ahí, en ese rincón, lo que más duele es la soledad. Una soledad rara, que no depende de que haya gente a mi lado o no. Puedo tener visitas, puedo recibir mensajes, puedo incluso escuchar voces queridas… pero la soledad de la que hablo no se llena con compañía. Es la soledad de sentir que nadie puede habitar este cuerpo conmigo, que nadie puede entrar en este encierro. Nadie puede compartir realmente lo que es despertar cada día sin saber qué parte de ti responderá y qué parte no. Y esa soledad no tiene remedio.
Hay algo que jamás he contado a nadie, pero como en este blog me siento seguro, ya que nadie que me conoce lo lee, creo que debo dejarlo escrito aquí. Lo quiero dejar aquí para que, cuando yo ya no esté, que cada vez siento que será más pronto, alguien pueda leerlo y no muera conmigo.
Cuando tenía 14 años tuve que ponerme a trabajar porque en casa la situación económica no estaba bien. Y yo, con mi afán estúpido de querer ayudar siempre, no lo dudé. Trabajé durante un año en un restaurante de camarero, y el jefe que tenía abusaba sexualmente de mí. No voy a entrar en detalles, no quiero, pero sí diré algo: yo acepté eso con tal de no perder el trabajo y poder seguir ayudando a mi familia. Fue un sacrificio que asumí casi sin pensarlo, convencido de que hacía lo correcto, convencido de que valía la pena. Nunca se lo conté a nadie. Nunca. Y ahora, echando la vista atrás, no sé si realmente mereció la pena.
Lo traigo aquí porque siento que toda mi vida ha sido eso: vivir para los demás, hasta los límites más extremos. Dar, entregar, sostener, incluso cuando me rompía por dentro. Y sin embargo, ahora, en esta cama, con medio cuerpo paralizado, me descubro deseando algo tan simple como sentir un poco de cariño, un te echo de menos o te necesito conmigo en mi vida. Algo tan básico como no sentirme un mueble al que se mira de reojo.
Quizá por eso empiezo a pensar que mi misión en esta vida ya está cumplida. Que lo que tenía que dar ya lo di. Que lo que podía aportar ya lo aporté. He querido, he acompañado, he estado en los momentos que me tocó estar. He dejado pedazos de mí en las personas que quiero, y eso quizá sea suficiente.
Y si eso es cierto, entonces tal vez lo mejor que puede pasar es que llegue el descanso. Porque descansar me haría bien a mí, pero también, en cierto modo, les haría bien a los demás. Les liberaría del peso invisible de mis limitaciones, del esfuerzo constante de adaptarse, de la preocupación que nunca descansa.
Es duro pensarlo, pero hay una parte de mí que empieza a creer que el verdadero alivio, la verdadera tregua, vendrá cuando todo esto termine. Cuando pueda, por fin, soltar la mochila de piedras que cargo desde hace años y dejar de luchar contra un cuerpo que ya no responde.
Y sí, lo sé: mañana quizás lo vea distinto. Quizás me aferre de nuevo a otra idea, a otra chispa de sentido. Pero hoy no. Hoy, aquí, inmóvil, siento que he cumplido mi parte. Y que lo único que queda por delante es esperar a que llegue ese descanso que me devuelva, por fin, algo de paz.
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