Después de este último brote debería sentirme feliz. Debería estar agradecido por haber recuperado movimiento, por volver a caminar, por volver a usar mi brazo. Y claro que lo estoy, sería injusto negarlo. Pero lo que me sorprende, lo que me desconcierta, es que lo que siento con más fuerza no es alegría, sino una tristeza enorme. Una tristeza que me atraviesa como un río subterráneo, que no me deja tranquilo, pero que al mismo tiempo viene acompañada de algo inesperado: una calma que nunca había sentido antes.
Es difícil de explicar. No es la calma de quien ha encontrado una solución o de quien ha alcanzado la paz después de una tormenta. No. Es más bien la calma de quien acepta una evidencia inevitable, como el mar que vuelve una y otra vez a la orilla. Es como si dentro de mí hubiera una voz que me repite: ya hiciste lo que tenías que hacer en este mundo, puedes irte tranquilo. Y esa idea, lejos de asustarme, me trae serenidad.
Siento como si, con cada recaída, me hubiera ido despidiendo poco a poco de pedazos de mi vida. Primero de la energía, luego de la independencia, después de ciertos planes, de algunos sueños… y ahora, tras este último brote, la despedida es de mí mismo, de la ilusión de que aún había algo más grande esperándome aquí. Lo que queda no es desesperación, como muchos podrían pensar, sino la certeza de que mi misión ya se cumplió.
He querido, he acompañado, he cuidado, he estado en la vida de los míos de la mejor manera que he podido. Con limitaciones, sí, pero también con toda la entrega que tenía. Pienso en mi familia, en mi mejor amigo, en las personas que me han acompañado en distintos momentos. He dejado en cada uno de ellos algo de mí, y ellos me han dejado algo a mí. Y ahora, con cada brote que pasa, me convenzo más de que ya he dado lo que tenía que dar. Que la misión está cumplida.
Por eso no me siento imprescindible aquí. Hace mucho que siento que no encajo en la vida de quienes me rodean. Ellos avanzan, se reinventan, toman decisiones nuevas, llenan sus días de cosas que para mí ya no son posibles. Y yo sigo aquí, anclado en la esclerosis, atado a los mismos límites una y otra vez. Es como si el mundo se hubiera acelerado y yo me hubiera quedado detenido en una estación vacía, viendo cómo los trenes pasan de largo.
Y en esa sensación de no encajar, hay momentos que me resultan especialmente duros. Son esas conversaciones cotidianas en las que, sin que nadie lo busque, de pronto me doy cuenta de que sobro. Cuando hablan de planes de futuro, de viajes largos que quieren hacer, de proyectos que empiezan, de parejas que se forman o se rompen, de mudanzas o de la ilusión de comprarse una casa, yo me quedo callado. No porque no quiera hablar, sino porque no tengo nada que aportar. Todo eso son mundos que ya no me pertenecen. Son puertas que se cerraron para mí hace tiempo.
Me limito a escuchar, a sonreír cuando toca, a asentir. Pero por dentro siento como si estuviera sentado en una mesa a la que me invitaron por compromiso, en la que no termino de encajar en la conversación. Y esa sensación de estar de más se repite una y otra vez, como un eco que me confirma que ya no formo parte de ese futuro del que todos hablan. Es como si viviera en un presente estático mientras a mi alrededor todo se mueve, se transforma, avanza.
No culpo a nadie por eso. No es que me excluyan, es que la vida misma me ha dejado fuera de esos temas. Y con cada silencio que guardo, con cada momento en el que no encuentro nada que decir, me reafirmo en la idea de que ya cumplí mi papel aquí, que ya no hay mucho más que pueda aportar.
Creo que estaría mejor en esa otra vida, si existe, ayudando desde allí a quienes dejo aquí. A veces me descubro imaginando que, si hay algo más después, desde ese lugar podré cuidarles sin cansancio, sin dolor, sin esta cárcel en la que mi cuerpo se ha convertido. Y esa idea me resulta mucho más atractiva que cualquier promesa de recuperación temporal que pueda tener aquí.
Sé que puede sonar extraño en mí, porque siempre me he considerado un hombre de ciencia, alguien que necesita pruebas, datos, certezas. Y sin embargo, últimamente tengo un sueño recurrente que me hace cuestionar todo lo que pensé durante años. En ese sueño veo a mi yaya, en un lugar blanco, muy luminoso. Ella está de pie, con los brazos abiertos, mirándome con esa ternura que siempre tuvo, como si me invitara a ir con ella a ese sitio limpio de dolor.
La veo tan claramente que casi puedo sentir su olor, escuchar su voz suave, reconocer esa forma suya de acariciar con la mirada. No me habla, pero no hace falta: sus brazos abiertos lo dicen todo. Me está llamando. Me está diciendo que ya puedo ir, que ya no necesito resistir más. Y yo, en el sueño, siento un alivio inmenso. Como si todo el peso que llevo encima se deshiciera de golpe. Como si por fin pudiera descansar.
Quiero ser escéptico, quiero pensar que son solo sueños, que son proyecciones de mi memoria, de mi necesidad de consuelo. Pero en el fondo, cada vez me cuesta más verlo así. Porque hay algo en esos sueños que se siente demasiado real, demasiado vivo como para ser solo un producto de mi mente cansada. Quizá, simplemente, me estoy permitiendo creer en algo más. Quizá, después de tantas experiencias y tanto dolor, mi mente ya no necesita explicaciones científicas, sino la promesa de que no todo termina aquí.
Y lo curioso es que no siento miedo. Lo que siento es esa calma extraña que mencionaba antes. Porque si ella me espera allí, con los brazos abiertos, entonces rendirme no es perder, sino volver a casa. No es un final, sino un regreso.
Puede que alguien que lea esto lo interprete como debilidad, como derrota. Pero yo no lo vivo así. Lo vivo como una certeza tranquila: ya he cumplido con mi parte, ya he dejado lo que tenía que dejar, y ahora me siento preparado para soltar. Lo que este último brote me ha mostrado no es solo la fragilidad de mi cuerpo, sino la evidencia de que la vida aquí ya no tiene mucho más para mí. Que lo que sigue es ese otro lugar, luminoso y blanco, donde mi yaya me espera con los brazos abiertos.
Y quizá esa sea la mayor paz que haya sentido nunca.
Tengo incluso en mente escribir pronto otra entrada con una lista de aquellas cosas que todavía quiero hacer antes de acudir a esa llamada de la yaya. No serán grandes gestos ni planes imposibles, sino cosas sencillas, humanas, que me gustaría cumplir para cerrar mi historia con un poco más de sentido. Y mi intención será hacerlo de la mejor manera posible, sin perjudicar a nadie, sin dejar más dolor del necesario. Quizá así, cuando llegue ese momento, me sienta aún más en paz.
Y mientras tanto, sigo escuchando esa “llamada” de la que habla la canción. No sé si es Dios, el destino o solo mi propia mente, pero la siento dentro, cada vez más clara. Como un eco que me recuerda que alguien me espera y que ya no tengo por qué seguir resistiendo tanto.
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