Ir al contenido principal

Me quedo atrás

Escribo estas líneas con la mano derecha. La izquierda… bueno, la izquierda ha decidido quedarse quieta, inmóvil, como si no fuera mía. Es una imagen que impresiona incluso a mí, que ya he vivido cosas parecidas. La miro y no la reconozco. La orden está ahí, el pensamiento viaja, pero el movimiento no llega. Es como si mi cerebro enviara una carta y el cartero se hubiera perdido. Esa desconexión entre la voluntad y la realidad me resulta un abismo. Y por más veces que haya pasado, no se convierte en rutina. No hay costumbre posible ante algo así; cada vez es una sacudida nueva.

Cada brote trae consigo un recordatorio cruel: que la esclerosis no descansa. No se detiene, no espera, no negocia. Avanza con la indiferencia de una marea que sube, aunque grites. Y lo hace en silencio, pero con firmeza. Yo intento plantarle cara, pero ella no parece darse por enterada.

Lo que hace que esta vez me pese más es el momento en el que ha llegado. No ha sido en un día gris cualquiera, sino justo después de regresar de un viaje con mi mejor amigo. Un viaje que, en mi cabeza, sería un respiro. Una tregua. Una oportunidad para sentirme otra vez parte del mundo sin condicionantes.

Y lo fue… durante un tiempo. Caminamos por lugares que no habíamos visto antes, dejamos que las horas se llenaran de conversaciones que saltaron de lo banal a lo profundo sin esfuerzo. Hubo risas, hubo fotos, hubo silencios cómodos, de esos que solo se tienen con quien ya forma parte de tu historia. Y en medio de todo eso, yo creí que estaba ganando. Que, al menos por unos días, la enfermedad se había quedado callada.

Pero no. Siempre está. Y en mitad de esa burbuja, apareció el brote. No entró con estrépito, sino con pasos suaves. Una torpeza al sujetar algo, un gesto que me costaba más de lo habitual, una sensación vaga de que algo no estaba bien. Hasta que la certeza me cayó encima con su peso frío: otra vez.

Recuerdo ese momento con una nitidez incómoda. Yo forzando la sonrisa, midiendo mis movimientos para que no se notara, intentando que él no se preocupara. Pero claro que se dio cuenta. Me miró con esa mezcla de preocupación, cariño y cierta impotencia que ya conozco demasiado bien. Y seguimos con el viaje, porque yo lo quise así. No quería empañar esos días con mis miedos, aunque por dentro algo se estaba quebrando.

En el camino de vuelta, y más aún desde que regresé a casa, no he dejado de pensar. Quizá demasiado. Me he dado cuenta de que esta enfermedad no se detiene. No se toma descansos. No le importa si estoy feliz, si estoy con gente que amo, si tengo planes que me ilusionan. Ella avanza, y punto.

Mientras tanto, yo me quedo atrás.

La vida de los demás sigue a un ritmo que me resulta cada vez más ajeno. Ellos improvisan planes, se lanzan a proyectos nuevos, viajan, se reinventan. Yo, en cambio, sigo en el mismo punto en muchos aspectos. No porque no quiera moverme, sino porque mi cuerpo no me deja. Mientras mi mejor amigo crece, cambia, encuentra nuevos intereses, yo siento que sigo en la misma estación, viendo cómo su tren se aleja poco a poco.

Y eso duele. Duele porque no es que me importe menos. Duele porque me importa tanto que me da miedo ser un freno para él. Antes me veía como una pieza fundamental en su vida, como alguien que aportaba algo distinto, que sumaba. Tenía la sensación de ser parte activa de sus días, de estar presente no solo físicamente, sino como un apoyo, como alguien con quien podía contar para cualquier cosa: desde las pequeñas aventuras improvisadas hasta las conversaciones que curan. Sentía que mi presencia era un motor, que en muchos momentos lo impulsaba hacia adelante, que nuestras vidas se alimentaban mutuamente.

Me acuerdo especialmente de cuando nos conocimos, en aquella época en la que los dos hacíamos la tesis doctoral. Entre bibliotecas, cafés fríos y noches sin dormir, nos apoyábamos mutuamente para seguir adelante. Fue entonces cuando recibí el diagnóstico de esclerosis. Todo cambió de golpe: el miedo, la incertidumbre, las dudas sobre el futuro… y ahí estaba él, sin moverse de mi lado. No importaba si teníamos que corregir textos o simplemente sentarnos en silencio; su presencia fue una de las pocas certezas que tuve en ese momento.

Me ha visto en diferentes brotes y siempre ha estado ahí. Recuerdo uno especialmente, el de este último viaje, cuando después de un día en el que algo ya empezaba a fallar, me derrumbé por completo. Él estuvo toda la noche acompañándome, consolándome, sin una sola queja, con esa paciencia que siempre ha tenido para sostenerme incluso cuando yo mismo no sabía cómo sostenerme.

Y también estuvo en uno de los momentos más duros de mi vida: la muerte de mi padre. No fue solo un amigo que vino a dar el pésame; fue uno más de mi familia. Me acompañó en cada paso del proceso, desde el tanatorio hasta los días posteriores, cuando el silencio en casa pesaba demasiado. Nunca olvidaré cómo estuvo ahí, sin prisas, sin medir el tiempo, simplemente compartiendo el dolor para que no me cayera todo encima.

Pero ahora… ahora esa percepción se ha ido agrietando. Cada vez que no puedo seguirle el ritmo, que me quedo atrás en medio de un plan, que necesito parar o que debo decir “no” a algo que él quiere hacer, siento que mi papel se encoge. Que ya no soy ese punto de apoyo que era antes, sino más bien un peso extra que él carga sin quejarse. Ya no puedo aportarle la misma energía, la misma espontaneidad, la misma ligereza que antes tenía para compartir. Y aunque él nunca me lo ha echado en cara, aunque sigue ahí, yo noto la diferencia. Noto cómo lo que antes era equilibrio ahora se inclina hacia el lado en el que él sostiene más. Y eso me duele. Me duele porque lo que más quiero es ser alguien que le sume, no alguien que le reste.

Ya no siempre compartimos los mismos intereses, o quizá es que él se ha adaptado a un mundo que yo ya no puedo seguir al mismo paso. Hay cosas que para él son naturales: actividades, horarios, planes espontáneos, que para mí se han vuelto cuestas imposibles. Y aunque a veces consigo seguirle, la verdad es que siempre acabo pagando el precio.

Pongo todo de mi parte para no quedarme fuera. Pero al hacerlo, me ahogo. Me ahogo en el esfuerzo de sostener una versión de mí que ya no es real. Me ahogo en la presión autoimpuesta de no ser “ese peso” que retrasa. Y por mucho que él nunca me lo haya dicho, yo siento que, si sigo intentando forzarme a ese ritmo, lo único que haré será desgastarnos a los dos.

A veces pienso que la amistad que tenemos es lo más bonito que he tenido en esta vida. Un regalo que no todos tienen la suerte de encontrar. Y precisamente por eso, por el valor inmenso que tiene para mí, me duele imaginar que un día pueda convertirse en algo pesado para él. Prefiero que me recuerde en los buenos momentos: en las risas de los viajes, en las charlas de madrugada, en los silencios que no necesitan palabras. No quiero que su memoria de mí esté llena de hospitales, pausas forzadas y miradas preocupadas.

Por eso, en estos días, me ronda la idea de apartarme un poco. No como una rendición, sino como un acto de amor. No porque no le quiera, todo lo contrario, sino porque le quiero tanto que prefiero que siga corriendo sin mirar atrás para comprobar si yo puedo seguir. Quiero que viva sin el freno invisible de mi enfermedad.

Y en el fondo, aunque suene duro, también hay una parte de mí que espera que todo esto termine pronto. Que pueda, por fin, descansar. No solo físicamente, sino mentalmente. Vivir con esta lucha constante es como llevar siempre una mochila llena de piedras: nunca la dejas en el suelo, solo aprendes a soportar el peso. Pero yo ya empiezo a cansarme de cargarla.

No es una decisión tomada. No es una despedida. Es solo una reflexión amarga, incómoda, que ha empezado a crecer en mí desde este último brote. Y no sé si es el miedo hablando, o si realmente es lo más sensato. Lo único que sé es que estoy cansado.

Cansado de luchar contra mi propio cuerpo. Cansado de ver cómo pierdo terreno sin poder recuperarlo. Cansado de sonreír cuando en realidad estoy asustado.

Hoy no tengo respuestas. Solo un silencio espeso que se instala en casa como si fuera otro mueble. Un miedo que se acomoda en mi pecho y no parece tener intención de irse. Y una mano izquierda que no quiere moverse.

Quizá mañana piense distinto. Quizá no. Pero hoy, aquí, necesito decirlo con todas las letras: me siento atrás. Muy atrás. Y empiezo a pensar que, tal vez, lo más generoso que puedo hacer es quitarme de en medio… porque los quiero demasiado como para arrastrarlos a mi ritmo. Y si eso significa dejar un buen recuerdo antes de que todo pese demasiado, entonces quizá sea el último regalo que pueda darles. Uno que sé que al principio dolerá, pero al final es el mejor regalo que puedo hacer a quien me quiere aún.

Y aunque las cosas cambien, aunque sienta que ya no puedo seguirle como antes, siempre pensaré que él ha sido mi alma gemela en esta vida. Esa persona que tuve la suerte de encontrar contra todas las probabilidades, y que marcó mi historia de una forma que nadie más podría. Cuando todo esto termine, allá donde esté, seguiré buscándole con la misma lealtad. Seguiré ayudándole como pueda, desde ese otro lugar del que nadie regresa, pero en el que sé que encontraré la manera de estar a su lado.

Quizá entonces ya no pueda tocar su hombro ni reírme de sus bromas en voz alta, pero me colaré en sus días de otras formas. Estaré en los pequeños destellos que nadie sabrá explicar, pero que él, en lo más profundo, sabrá reconocer.

Porque, pase lo que pase, él siempre será mi ancla en este mundo. Y aunque el mundo siga girando sin mí, aunque mi cuerpo ya no pueda caminar a su lado, quiero pensar que mi presencia seguirá siendo un hilo invisible que le acompaña. No para frenarle, sino para empujarle suavemente cuando lo necesite, como hacía antes.

Y así, cuando su tren siga avanzando y yo ya no esté en el andén, quizá pueda verme de reojo, no con tristeza, sino con esa certeza tranquila de que, de algún modo, sigo viajando con él.





Comentarios

Entradas populares de este blog

La fuerza del destino

Han transcurrido cinco meses desde la última vez que vertí mis pensamientos en este rincón digital, y hoy retorno a él impulsado por dos motivos fundamentales. El primero nace de la recomendación de mi psicólogo, con quien he estado trabajando diligentemente para comprenderme mejor y enfrentar los desafíos que la vida ha arrojado a mi camino. Pero no es únicamente esta sugerencia profesional la que me trae de vuelta a estas líneas. Siento una necesidad profunda de desahogarme aquí, aunque sea solo por esta vez, sin prometer continuidad. Este escrito servirá, al menos, para aligerar algunos de los pesares que me han estado abrumando últimamente. Para dar algo de contexto, he atravesado una depresión que casi me consume por completo. Aunque he recorrido un largo camino hacia la mejoría, la oscuridad aún no ha abandonado del todo mi horizonte. A esto se suma la angustia por la grave situación de salud de mi padre, una realidad que me ha forzado a replantear muchas cosas en mi vida, temas ...

El miedo de ser una carga

Cuando recibes malas noticias en la vida, el primer instinto es la negación, buscar una manera de minimizar el problema o, mejor aún, de hacerlo desaparecer por completo. Como mencioné en publicaciones anteriores, los últimos resultados de mi enfermedad no fueron alentadores. Me han comunicado que he entrado en la fase final, y pronto empezaré a sentir todo el peso de la esclerosis. A veces me engaño a mí mismo pensando que lo he aceptado, pero la realidad es muy distinta. Intento encontrar algún pequeño atisbo de esperanza. Por eso hoy acudí a otro neurólogo, especialista en esta enfermedad, en busca de una segunda opinión. Sin embargo, no obtuve lo que buscaba; la consulta solo confirmó el diagnóstico inicial. Es difícil vivir cuando tu futuro está condicionado por algo así. En este momento, me siento roto en mil pedazos, y recurro al blog para intentar recomponerme, soltando aquí lo que pienso. Quizás me estoy abriendo demasiado y eso me asusta, tal vez incluso acabe borrando esta p...

Cien latidos

Cien textos. Cien momentos en los que escribir fue lo único que pude hacer cuando todo lo demás me sobrepasaba. No siempre tuve fuerzas, y muchas veces no encontraba sentido alguno, pero incluso en los días más rotos, o precisamente en ellos, algo dentro de mí necesitaba salir, ser dicho, narrarse, aunque fuera al vacío. Como si poner palabras fuera, todavía, la única forma posible de seguir existiendo sin romperme del todo. No hay victoria aquí, ni redención. No hay moraleja de superación ni aplausos por haber llegado tan lejos. Lo único que puedo afirmar con certeza es que sigo, más cansado, con un cuerpo que se desmorona por dentro y una mente que hace tiempo que dejó de estar del todo entera, pero sigo. Y eso, con esta enfermedad, ya es mucho más de lo que parece. No recuerdo el momento exacto en el que decidí empezar este blog, solo sé que necesitaba un sitio donde volcar todo lo que no podía decir en voz alta. No buscaba consuelo, ni comprensión, ni siquiera compañía. Solo necesi...