El brote ha pasado. Hoy, después de días de parálisis, he podido volver a ponerme de pie. He vuelto a andar, a mover el brazo, a sentir que mi cuerpo me obedece, aunque sea a medias, aunque sea con torpeza. No puedo negar que estoy feliz: volver a caminar después de haber estado atrapado en la cama se siente como un milagro pequeño. Algo que antes era tan natural, dar un paso, levantar un vaso, abrocharme una chaqueta, hoy me sabe a regalo.
Podría decir que me siento libre, pero
no sería del todo cierto. Lo que siento es una mezcla extraña: alivio por
recuperar algo tan básico como moverme y, al mismo tiempo, miedo de saber que
volveré a perderlo. Es como recibir un préstamo con fecha de caducidad. Y esa
certeza empaña incluso la alegría.
Porque este brote, como todos, ha dejado
su marca. Ha dejado una cicatriz sobre una herida grande que ya tenía desde
hace tiempo. La herida de saber que la enfermedad no perdona, que siempre
vuelve, que cada mejoría es solo un paréntesis. La herida de vivir con la
certeza de que no hay tregua definitiva, solo descansos cortos entre golpes. La
herida de ser consciente de que cada vez que me recupero, en realidad no
recupero del todo: algo siempre se queda por el camino, como si la enfermedad
arrancara pedazos de mí que nunca vuelven.
Hoy me he dado cuenta de algo que duele
escribir, pero que siento como verdad: nunca voy a poder ser feliz del todo. Al
menos no en el sentido pleno, ligero, despreocupado con el que otros parecen
vivir. Esa forma de felicidad ya no está en mi horizonte. No porque no lo
desee, sino porque mi cuerpo y mi mente no me la permiten. Y asumir eso es como
tragar un hierro caliente que me quema por dentro.
Durante mucho tiempo intenté engañarme.
Me decía que, cuando llegara una buena racha, cuando pasaran unos meses sin
brotes, quizá podría volver a sentirme como antes. Como ese chico que todavía
creía que el futuro estaba abierto de par en par. Pero este último brote me ha
quitado la venda de los ojos. Me ha mostrado que lo máximo que puedo tener son
pequeños instantes de alivio, no una felicidad completa. Momentos que brillan,
sí, pero que siempre tienen la sombra detrás. Cuando sabes que no tienes futuro es muy difícil ilusionarte con planes de vida o personas nuevas. Me encantaría poder pensar en progresar en mi trabajo, mudarme yo sólo a una casa, encontrar una persona especial que quiera pasar la vida conmigo, pero para qué? Es una tontería ilusionarme con esas cosas cuando sé que no las voy a poder conseguir o que sólo me van a causar más daño cuando las pierda por la enfermedad.
Y, sin embargo, hay algo que sí puedo
elegir. Si yo no puedo ser feliz, al menos quiero intentar que lo sean los que
quiero. Lo poco o mucho que me quede de tiempo y de fuerzas quiero gastarlo en
eso: en hacer sonreír, en acompañar, en dejar recuerdos que no estén manchados
solo de hospitales y de miedo. Sé que otra opción sería contarlo todo, abrir esta parte de mi a todo el mundo, pero eso tenía sentido cuando aún había algo de esperanza. Si tuviese la certeza de que puedo llegar a ser feliz algún día, lo haría, pero eso ya lo he descartado del todo. Ante la imposibilidad de hallar mi propia felicidad, quiero sacrificar eso y voy a hacer todo lo que esté en mi mano para hacer que la gente que quiero consiga alcanzar sus objetivos y esa felicidad ya inalcanzable para mí. Creo que después de todo, eso es mi objetivo en esta vida. Yo estoy roto, pero puedo aún ayudar a otros a que alcancen sus objetivos de vida.
No sé cuánto podré dar, pero lo que me
quede será para ellos. Para las personas que han estado ahí cuando todo se
desmoronaba. Para quienes me han sostenido incluso cuando no tenía nada que
ofrecer a cambio. Quiero que, cuando piensen en mí, no solo recuerden la
enfermedad, la parálisis o la fatiga. Quiero que también les quede la memoria
de un café compartido, de una conversación larga de madrugada, de una risa
inesperada o de esa persona que fue importante para ellos en un momento de su
vida.
Mi misión ahora no es buscar mi
propia felicidad, sino repartirla en pequeñas dosis a quienes me rodean. Sé que
no puedo prometer constancia. Habrá días en los que no me mueva de la cama, en
los que la enfermedad me gane la partida. Pero incluso entonces quiero poder
ofrecer algo: una palabra, una mirada, un gesto. Lo que sea, aunque sea poco.
Porque si ya no puedo vivir para mí, al menos quiero vivir para los demás.
Hoy vuelvo a andar, sí. Pero sé que llevo otra cicatriz invisible. Aunque yo no pueda llegar a sentirme completo, quizá pueda hacer que ellos se sientan un poco más felices por haberme tenido cerca. Quizá ese sea mi último papel en esta vida: no salvarme a mí mismo, sino dejarles a ellos con un recuerdo cálido que alivie, aunque sea un poco, lo inevitable. Y si lo consigo, si logro que al menos una persona que quiero sonría gracias a mí, entonces tal vez pueda aceptar que, aunque yo no haya podido ser feliz, al menos sí habré ayudado a construir la felicidad de otros.
Este blog se ha convertido en algo
fundamental para mí. Cuando lo empecé, solo lo veía como una vía de escape, un
lugar donde soltar pensamientos y frustraciones que no me cabían en la cabeza
ni en el pecho. Pero ahora empiezo a verlo también como algo más: un legado.
Algo que, cuando yo ya no esté, alguien podrá leer para entender cómo fue
realmente mi vida. Para que puedan comprenderme mejor, incluso quienes nunca se
atrevieron a preguntarme demasiado, o quienes no supieron ver lo que había
detrás de mis silencios.
Aquí me siento seguro. Es un espacio en
el que escribo sin filtros, porque sé que nadie que me conoce lo lee ya. Es mi
rincón secreto, pero al mismo tiempo es la ventana más sincera que he abierto
nunca hacia mí mismo. Aquí he contado cosas que jamás había contado en voz
alta. En la última entrada, por ejemplo, hablé de algo que había guardado
durante décadas: el abuso que sufrí de aquel jefe cuando con 14 años trabajaba
de camarero. Algo que acepté en silencio, convencido de que era un sacrificio
necesario para ayudar a mi familia. Nunca lo compartí con nadie, nunca lo puse
en palabras. Y, sin embargo, aquí, en este blog, lo escribí. Lo dejé caer como
quien por fin suelta una piedra que llevaba demasiado tiempo en el bolsillo.
De alguna manera, escribirlo aquí fue un
poco como esa canción de Enrique Urquijo: “Aunque tú no lo sepas, me he
inventado tu nombre…”. He inventado durante años formas de callar, de
ocultar, de vivir con una historia que no contaba. Y ahora, al escribirla,
siento que por fin la he dicho, aunque sea en este rincón que nadie cercano
lee. Como si estas palabras fueran mi manera de susurrar un secreto a la vida,
para que no muera conmigo.
Eso es lo que me hace pensar que este
espacio es también mi herencia. No de cosas materiales, sino de palabras. No de
bienes, sino de verdad. Porque cuando ya no esté, cuando mi cuerpo se apague
del todo, lo que quede de mí no serán objetos, sino estas páginas digitales que
cuentan lo que nunca dije, lo que nunca pude mostrar. Y si alguien, alguna vez,
tropieza con estas palabras y logra entenderme mejor, entonces quizá este blog
habrá cumplido su misión. Habrá hecho que mi voz no se apague del todo, que mi
historia no desaparezca conmigo.
Tal vez eso sea lo único que puedo
dejar: mi testimonio. Crudo, sin adornos, lleno de heridas y cicatrices, pero
real.
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