Hoy escribo estas palabras sabiendo que este blog se acerca a su final. Con una mano que no me responde del todo y que hace que en escribir estas palabras tarde el doble de tiempo, pero me apetecía soltarme. Después de tanto tiempo volcando aquí mis pensamientos, mis miedos, mis recuerdos y mis heridas, siento que he llegado a una conclusión clara: he decidido rendirme.
Han sido muchos años de lucha, demasiados quizá. Años en los que cada día era una batalla nueva, en los que la incertidumbre marcaba mis pasos, en los que nunca supe cómo me despertaría al día siguiente. Años de médicos, de pruebas, de diagnósticos que confirmaban lo que ya sentía en mi cuerpo: que iba perdiendo terreno poco a poco, sin remedio. Y aunque me haya repetido miles de veces que podía aguantar un poco más, que podía encontrar fuerzas donde ya no quedaban, ahora sé que no. Sé que llegué a mi límite.
Sé que mucha gente no lo va a entender. Que habrá quien piense que debería seguir peleando, que siempre hay algo por lo que resistir, que la vida siempre merece la pena. Pero nadie vive dentro de mi cuerpo, nadie carga esta mochila que cada año pesa más, nadie sabe lo que significa levantarse cada día con la certeza de que, poco a poco, vas perdiendo la capacidad de ser tú mismo. Yo sí lo sé. Y estoy cansado. Muy cansado.
Me voy en paz porque sé que lo he dado todo. No me guardé nada. No hubo un solo brote al que no le plantara cara, ni una recaída en la que no me levantara como pudiera, aunque fuera a trompicones, aunque fuera con lágrimas en los ojos. Luché cada parálisis como si fuera la última. Y a veces gané. A veces conseguí recuperar movimiento, levantarme de la cama, volver a caminar, volver a sentir que podía seguir. Pero otras veces perdí. Y cada derrota fue dejando cicatrices, no solo en mi cuerpo, sino en mi ánimo, en mi alma. Y ahora lo digo sin miedo: esta batalla con la esclerosis la he perdido. No hay vergüenza en admitirlo. En la vida hay victorias y derrotas, y lo importante es haber estado presente en la pelea. Y yo estuve.
Lo que no quiero es esperar a verme completamente destruido, sin nada de lo que soy. Quiero irme mientras todavía reconozco algo de mí mismo, mientras aún me quede un trozo de la persona que fui. No quiero convertirme en una sombra irreconocible, dependiente de todo y de todos, atrapado en un cuerpo que ya no tiene nada que ver conmigo. No quiero que el recuerdo que quede de mí sea solo dolor o dependencia. Prefiero que quede mi voz, mis palabras, mi historia. Prefiero que quede esta parte de mí que aún puede escribir y pensar, que aún puede recordar y agradecer.
Porque, a pesar de todo, agradezco a la vida lo que me dio. Y no es una frase vacía. Agradezco los viajes que hice, las risas compartidas, las conversaciones que se alargaban hasta la madrugada, los silencios cómodos que me hicieron sentir acompañado. Agradezco los aprendizajes, los amores, las pequeñas victorias. Agradezco incluso el dolor, porque también me enseñó a valorar lo frágil y lo esencial.
En lo profesional también estoy agradecido. Haber llegado hasta aquí en mi carrera, haber tenido la oportunidad de enseñar, de investigar, de estar en una universidad y compartir lo que sé, es un privilegio que no todos tienen. Me siento orgulloso de haber sido profesor, de haberme encontrado con alumnos que me hicieron preguntas que me obligaron a pensar, que me enseñaron tanto como yo a ellos. No sé si alguno me recordará, pero yo sí los recordaré a ellos, porque me dieron un motivo para seguir adelante durante mucho tiempo.
Pero por encima de todo, lo que me sostiene al mirar atrás son las personas. Ellas han sido lo verdaderamente importante. Las que se cruzaron en el camino y dejaron huella. Algunas estuvieron poco tiempo, otras se quedaron para siempre, pero todas dejaron algo en mí. Y de todas ellas hay dos que han sido faros en la oscuridad.
Mi yaya, la primera. Ella fue amor en estado puro. Ella me enseñó el valor de la ternura, de la fe sencilla, de la calma que da un abrazo sincero. Su recuerdo me acompaña cada día. Y desde hace un tiempo, llevo soñando con ella. La veo al otro lado, en un lugar blanco, luminoso, esperándome con los brazos abiertos. No me habla, pero no hace falta. Su mirada y sus brazos extendidos me dicen todo: que ya es hora, que puedo descansar, que no tengo por qué resistir más. Y sé que, cuando cruce, será su voz la primera que escuche. Y me da paz pensar que me espera.
Y luego está mi mejor amigo. La persona más importante que encontré en este viaje. El hermano que la vida me regaló, aunque no llevemos la misma sangre. Compartimos tanto, reímos tanto, vivimos tanto, que todavía me cuesta aceptar que yo ya no pueda estar a su lado como antes. Fue él quien estuvo en mis mejores momentos, celebrando conmigo cada paso, cada logro. Y también fue él quien me sostuvo en mis caídas más duras. Estuvo conmigo en los brotes, en las noches de miedo, en las pérdidas que parecían imposibles de soportar. Nunca me dejó. Y eso lo convierte en lo más grande que me ha pasado en esta vida.
Me duele dejarlo aquí, en un momento difícil. Me parte el alma pensar que un día leerá estas palabras, o que simplemente sentirá mi ausencia. Pero confío en él. Confío en su fuerza, en su corazón, en su capacidad para salir adelante. Sé que remontará, sé que encontrará su camino, sé que será feliz. Y aunque yo ya no esté físicamente, sé que de alguna manera seguiré a su lado, porque hay lazos que ni la muerte rompe.
Y aun con todo este agradecimiento, no puedo evitar decir lo que siento en lo más hondo: que no fui suficiente. Que, aunque haya luchado, no me considero una persona fuerte. Hay gente que seguramente ha podido con lo que yo no pude, que ha resistido mejor, que ha encontrado maneras de seguir adelante pese a la enfermedad. Yo no. Yo he llegado hasta aquí, pero siento que me quebré demasiado pronto, que no tuve la entereza necesaria, que no supe sostenerme ni sostener a los demás como hubiera querido.
Me duele pensar que he fallado, no solo en la lucha contra la esclerosis, sino también frente a mi familia, frente a mis amigos, frente a quienes confiaron en mí. Siento que no estuve a la altura, que no pude ser el apoyo que ellos necesitaban, que no fui el amigo ni el hijo ni el hermano que debía ser. Por más que lo intenté, la enfermedad siempre terminaba ganándome terreno, y yo me quedaba atrás, sin poder corresponder como debía.
En el fondo siento que he fracasado en esta vida. Que, por mucho que lo haya intentado, no logré vencer, no logré sostener lo que más quería, no logré mantenerme de pie. Y aunque agradezca lo vivido, no puedo sacudirme de encima esa sensación amarga de derrota.
Lo único que me consuela es pensar que quizá, en otra vida, lo haga mejor. Que si existe algo después, tendré la oportunidad de corregir, de ser más fuerte, de cuidar mejor a los míos, de no rendirme tan pronto. Que podré ser lo que aquí no fui.
Tengo claro que mi lucha terminó, aunque no sepa cuándo tendré el valor de dar el paso final. Esa certeza está dentro de mí, serena, inamovible. No sé si será mañana, dentro de un mes o dentro de un año. No lo sé. Lo que sé es que ya no me quedan fuerzas para más batallas. Y tarde o temprano descansaré.
Hasta entonces, sigo aquí. Escribiendo. Recordando. Agradeciendo. Pero con la tranquilidad de haber tomado ya una decisión que, aunque duela, siento que es la única que me queda.
Gracias a la vida por lo que me dio. Gracias a quienes me acompañaron. Gracias a este espacio que me permitió dejar mi voz escrita, para que cuando ya no esté, alguien pueda entender un poco quién fui y cómo viví.
Aquí, en estas palabras, queda lo que soy. El resto, pronto, será silencio.
Y para cerrar estas palabras, dejo aquí una canción que siempre me ha acompañado de alguna manera: “Wild World” de Cat Stevens. Desde que empecé este blog, siempre he querido acompañar cada entrada con música, porque siento que una canción puede decir a veces lo que yo no logro poner en palabras. Y me parecía justo terminar este camino con una de mis favoritas de siempre, una que me marcó desde que la escuché de adolescente en una serie de televisión que me acompañó en esos años. Desde entonces nunca dejó de resonar en mí.
Habla de despedidas, de ese mundo salvaje que nunca es sencillo, y de la ternura de decir adiós sin rencor. Creo que refleja muy bien lo que siento ahora: no hay rabia, no hay odio, solo la certeza de que este mundo ha sido duro, pero también hermoso a ratos, y que ha llegado el momento de marcharme con calma.
Como dice la canción, este mundo es salvaje, y es difícil enfrentarse a él solo con una sonrisa.
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