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El refugio invisible

 

He vuelto a la consulta de la neuróloga. Pensé que sería una revisión rutinaria, una confirmación más de que me tocaba seguir cuidándome, seguir midiendo los días con cita médica y pastillas. No fue así. En sólo mes y medio las zonas desmielinizadas que había en mi cerebro han casi triplicado su tamaño. Tres veces más. La imagen en la pantalla fue clara y, a la vez, terrible: algo que antes cabía en un recuadro ahora lo llenaba. Me lo explicó despacio, con la paciencia habitual, hablando de tasas de crecimiento, de pronósticos, de opciones. Mencionó centros de rehabilitación, ayudas a domicilio, personal de asistencia, alternativas. Palabras prácticas que, en ese momento, sonaban a listas que yo no quería empezar a marcar porque cada casilla es un paso más hacia otra vida que no reconozco.

La enfermedad parece haber acelerado su ritmo. Lo que antes era una subida lenta ahora es una pendiente empinada. Y yo no sé cuánto tiempo me queda siendo yo. Esa pregunta me sacude más que cualquier dato clínico: ¿hasta cuándo seguiré siendo la persona que recuerdo? ¿Cuándo empezará a haber más ausencias que recuerdos?

La neuróloga también me advirtió de otra cosa que me hiela: la cognición. «Está bastante afectada», dijo. Y al decirlo, me vi a mí mismo entrando en un terreno que no controlo. He empezado a notar síntomas pequeños al principio: una palabra que se esconde, una cita que se me borra, una confusión de nombres. Pequeños fallos que hacen ruido en mi cabeza como si fueran las primeras grietas de algo que creía sólido.

Y entonces llegó la noche en la que me encontré frente a algo que me puso el miedo en la garganta. Volví a casa y mi madre estaba allí con un niño que no reconocía. Ella lo trataba con cariño, con esa naturalidad que tiene para acoger. El niño, encantador y confiado, no paró de querer abrazarme y no paraba de llamarme «tito». Yo seguí el juego porque no quería crear un gesto raro, porque ya me había explicado la neuróloga que la memoria puede fallar, que hay lagunas, y pensé que quizá era yo el que estaba olvidando, que solo era confusión y que en un momento me vendría la certeza. Me puse a mirar fotos. Salíamos juntos en muchas. En las imágenes aparecía aquel niño con mi familia, con su sonrisa. Pero mi mente no lo colocaba en el mapa. Tenía la idea de un sobrino, sí, pero no era él en concreto. La identidad no encajaba.

Toda la noche me dio vueltas esa sensación. Y pasada la madrugada, cuando todo estaba callado, me vino de golpe: tengo dos sobrinos, no uno. El nombre del otro, su cara, todo volvió con violencia. Pero ese instante me dejó marcado. Porque si puedo borrar un rostro por una noche, ¿qué será lo siguiente que se me vaya? ¿Qué persona importante dejaré de reconocer mañana? ¿Recordaré mi voz? ¿Recordaré mi historia? ¿Me despertaré un día y no sabré quién soy?

Ese miedo es distinto al del dolor físico. Es el miedo a perder la continuidad de mi propia vida, a que los puentes que me conectan con quienes quiero se rompan sin aviso. Me asusta la idea de que quienes me aman y me han cuidado puedan convertirse para mí en desconocidos, que los abrazos que una vez me salvaron se transformen en cosas que no puedo nombrar.

La neuróloga habló de recursos, sí. Centros, apoyos, cuidados en casa. Me habló de ayuda profesional para los momentos en que la cognición deje huella evidente. Todas son opciones válidas y necesarias. Pero yo he tomado una decisión que quiero dejar escrita y clara: cuando llegue el próximo brote, sea cual sea, voy a tirar la toalla. Se acabó.

No es una decisión impulsiva. No es rabia, ni resignación momentánea. Es una conclusión que se ha ido haciendo sólida en mí después de años de golpes. He luchado como he podido, con la dignidad que he tenido, con las fuerzas que me quedaban. Pero la enfermedad se ha vuelto más rápida y cruel. Ya no puedo permitirme el lujo de esperar a ser un cuerpo que no reconozco, a necesitar que otros me sostengan en todo. Quiero decidir en qué condiciones y con qué memoria me voy. Quiero tener algo que pueda llamar mío al final: un recuerdo claro de quién fui, no el silencio vacío de una persona que dejó de estar.

Lo digo en voz alta aquí porque necesito ponerle forma a lo que me abruma. Si la siguiente recaída destruye lo que queda de mí, no quiero que sea en medio de una degradación lenta e indigna. No quiero que mis últimos días sean continuos rosarios de llanto en una iglesia, sonrisas pintadas y miradas de compasión que me recuerden que ya no valgo. Prefiero decidirme ahora, con la lucidez que aún me queda, antes de perderla.

No voy a mentir: me da miedo lo que esa decisión significa para quienes me quieren. Sé que mi madre, mi familia, mi mejor amigo sentirán que les abandono, que les dejo con una culpa que no es suya. Ya siento la punzada por eso. Pero también sé que seguir prolongando una vida que para mí solo es sucesión de pérdidas no es un favor ni para ellos ni para nadie. Puede que no lo entiendan. Puede que me odien por un tiempo. Puedo asumir ese dolor. Pero quiero que quede claro que no llego a esta idea por falta de amor por quienes me rodean; llego por amor a algo que aún reconozco de mí y que quiero preservar hasta el final.

Me da terror la idea de olvidar rostros. Me aterroriza que mi voz se vaya apagando en mi propia cabeza. Tengo miedo de dejar huecos donde antes había nombres, historias, risas compartidas. Y sin embargo, hay una parte de mí que calcula: si la enfermedad va a borrar poco a poco, quiero decidir cuál será el ritmo y el final.

No sé cuánto tiempo me queda. No sé si mañana habrá otra revisión con noticias iguales, peores o algo distinto. No sé si podré mantener la decisión cuando llegue el vendaval siguiente. Solo sé que lo pienso, lo he nombrado y lo dejo escrito.

Si estás leyendo esto y lo sientes con la misma oscuridad que yo, no estás solo

Yo seguiré escribiendo mientras pueda, me ayuda nombrar el miedo, ordenar el caos y dejar un rastro de quién fui, pero hoy también dejo constancia de mi límite. Y si llega el día en que no pueda más, deseo que, al menos, quede escrito que tomé la decisión desde la lucidez que aún tuve, con el amor y la gratitud hacia quienes me acompañaron, y con el deseo de no convertirme en una sombra irreconocible de mí mismo.

Si he decidido poner por escrito este límite, no es porque quiera dejar mi vida en blanco. Al contrario: quiero que lo que quede sea algo con forma, con intención, con pequeños asuntos pendientes que me siguen tirando de la mano. Hay cosas que no son grandes gestas, sino retazos que me habrían llenado: gestos, viajes, despedidas ordenadas y alguna locura pendiente. Quiero dejarlas aquí, para que estén nombradas, para que, si alguien las lee y puede, las haga por mí, o al menos sepa que las pensé hasta el final.

Una de esas obsesiones que llevé tanto tiempo planeando fue el viaje a Japón. Lo llamé, en otra entrada, «el viaje de mi vida». Lo tenía todo organizado: vuelos, hoteles en barrios distintos, el pase del shinkansen, una lista de templos que quería ver al amanecer, mapas con la ruta para descubrir rincones que nadie me había recomendado, un sitio concreto donde quería comer ramen de madrugada. Por razones que entonces parecían pequeñas y por otras que no pude controlar, no pude hacerlo. Lo fui posponiendo hasta que la vida se volvió menos permisiva. Ahora me siento rabioso por ello: no solo por no haber ido, sino porque la enfermedad se llevó la posibilidad a un ritmo que no imaginé.

Si alguien encuentra estas palabras y tiene la capacidad de hacerlo, me encantaría que alguien hiciera ese viaje por mí. No se trata de vivir mi vida en tu lugar, sino de saber que algo que soñé se cumplió en el mundo. Que alguien vio los cerezos en flor (aunque no fuera yo), que alguien comió en ese restaurante diminuto que imaginé, que alguien cruzó el puente en Miyajima con la misma mezcla de asombro y tristeza que yo esperaba sentir.

Hay otras cosas que me habría gustado continuar y que ahora quedan a medias: proyectos académicos que soñé liderar, clases que quería preparar con calma, estudiantes a los que todavía quería escuchar, libros que se quedaron a medias en mi estantería. Me duele pensar que no veré cómo crecen esas ideas, que no podré acompañar más a algunos alumnos en su camino. Pero si alguien recoge esas notas, si un trabajo que empecé sirve para algo, aunque yo no esté, entonces parte de mi esfuerzo habrá servido. Eso me consuela un poco.

También me enoja con frecuencia no haber podido ver a mi mejor amigo llegar hasta aquí y ser absolutamente feliz: verlo superar sus barreras, iniciar sus proyectos, montar la pequeña vida que siempre imaginó. Haber pasado por esto y que él, precisamente ahora, empiece a encontrar su sitio me produce una mezcla amarga de alegría y dolor. Alegría por él, dolor por no ser testigo pleno. Me habría gustado verlo rematar esa etapa y levantar una copa a su lado, sin mi sombra de enfermedad empañando la tarde. Sin embargo, sueño con una imagen distinta: si hay algo después, deseo que pueda ser un aliado, un empujón silencioso que le llegue de alguna forma. Si existe algo tras esto, prometo que no descansaré en intentar que sepa cuánto lo quiero y cuánto confío en su fuerza.

He pensado también en dejar instrucciones sencillas: quién tendría mis papeles, qué hacer con mis cosas, notas prácticas para que no todo quede en un lío después. No por trámite, sino por querer aliviar a los que me quieran. Quiero que mi adiós tenga limpieza, no confusión, que quienes me cuidan puedan encontrar un mapa en el que todo tenga sentido.

Esta entrada está quedando muy larga, pero creo que tengo que aprovechar estos momentos en los que, aunque estoy roto, aún mantengo la lucidez en mi cerebro. Por ello no quiero esperar más a escribir unas palabras para alguien muy importante para mí.

No sé si llegará el momento en el que leerás esto en una pantalla o lo oirás de alguien que te lo diga con voz temblorosa. No sé si llegará en un instante de calma o en uno de furia. Lo que sí sé es que te necesito que lo leas sin prisas, con la misma honestidad con la que voy a hablarte ahora.

Tú eres mi ancla. Lo fuiste desde el principio y lo seguiste siendo cuando ya nada parecía sostenerme. Compartimos tesis, viajes, noches interminables y conversaciones que me salvaron más de una vez. Compartimos también silencios que no necesitaban palabras. Fuiste mi compañero cuando la vida parecía un pasillo largo y frío; me agarraste la mano y me hiciste creer que no estaba tan solo.

Sé que cuando llegue el día va a ser duro. Sé que no lo vas a entender del todo y que te enfadarás conmigo. Ya sé que muchas veces me dices: “Es que no me haces caso”. Y tienes razón. Muchas veces no te hice caso. No porque no te escuchara, sino porque yo siempre pensé en los demás antes que en mí. Era como un instinto que nunca logré corregir del todo: poner lo que necesitaban ellos por delante de lo que requería mi propia vida. Nunca supe convertir esa entrega en cuidado propio. Ahora lo pago.

Te pido perdón por haber sido débil al final. Supongo que no todo el mundo está preparado para afrontar esto y que no todos pueden descolgarse de una vida para sostener a alguien que poco a poco se cae. No te pido que entiendas mi decisión, solo que la recibas como lo que es: una elección tomada después de demasiadas noches en vela y de demasiadas sonrisas forzadas. No te culpes por mi elección; no me dejes llevar esa culpa contigo.

Quiero que sepas, por encima de todo, que has sido mi salvavidas. Sin ti probablemente habría tirado la toalla mucho antes. Me sostuviste en momentos que yo no podía sostenerme a mí mismo; me recordaste quién era cuando yo lo había olvidado; me miraste con la misma ternura con la que ahora te escribo estas líneas. Me demostraste que la familia no tiene por qué venir marcada por la sangre; que la hermandad puede nacer de la casualidad y convertirse en lo más real que existe. Contigo aprendí que podía confiar, que podía dejar caer algunas cargas sin desaparecer.

Mi vida ha sido corta en cosas que soñaba, pero inmensa en lo que tuve a tu lado. Gracias por cada risa, por cada abrazo, por cada mensaje a las tres de la mañana. Gracias por las veces en las que me dijiste que parara, que descansara, y por las veces en que me empujaste cuando yo no tenía fuerzas. Te debo mucho más de lo que podré agradecerte en palabras.

Sé que cuando esto ocurra te enfadarás. Tal vez me acusarás de cobarde, de egoísta, de haber tomado la salida fácil. Y puede que tengas razón: el dolor que te dejaré será enorme y no pretendo minimizarlo. Solo te pido que recuerdes también las veces que fui valiente, los brotes en los que me levanté, las sonrisas que di a pesar del miedo. No todo fue huida. No todo fue derrota. Hubo batallas en las que nos plantamos y ganamos pequeños trozos de normalidad.

No sé si llegará antes el olvido o mi rendición. No sé si voy a perder antes la memoria o la fuerza. Solo sé que puedes, que deberás continuar el camino sin mí. Y por eso te lo digo con toda la claridad que me queda: vívelo por los dos. Vive una buena vida, larga y plena. Ríe hasta que te cueste respirar. Haz las locuras que siempre nos prometimos y que yo ya no podré realizar a tu lado. Ámate, equivócate, levántate y vuelve a intentarlo. Porque las personas buenas, y tú lo eres, se merecen una larga vida.

No sé qué más decir que no te haya dicho tantas veces. Solo que te quiero. Cuando te conocí, mi mundo cobró más sentido; me mostraste colores que hasta entonces no veía. Si algún día ya no estoy, llévame contigo en los silencios buenos. Recuérdame en las canciones tontas, en las cervezas a deshora, en los viajes y en las llamadas sin sentido. Y si alguna vez te invade la rabia o la tristeza por mi decisión, recuérdame también riendo, causándote un cabreo por una broma tonta, porque así prefiero que me recuerdes: siendo parte de tu vida, no una sombra que te pesa.

Perdóname por ser débil al final. Perdóname por no haber podido seguir más. Y prometo, si hay algo después, que te empujaré desde allí. Te acompañaré como pueda, con la fuerza que me quede, como tú lo hiciste aquí. Y si alguna vez dudas, si la culpa te atenaza, piensa en todo lo que dimos: en la hermandad, en las noches, en la ternura. Eso no te lo quita nadie.

Te dejo un abrazo tan grande que te llegue hasta el pecho, y te pido una cosa sencilla: sé feliz. Hazlo por ti y por los dos.

Y para cerrar esta entrada quiero dejar aquí una canción que siempre me ha hecho pensar en los refugios invisibles que compartimos con quienes de verdad importan. “Somewhere Only We Know” de Keane habla de ese lugar secreto, único, al que solo acceden dos personas que se reconocen como familia, aunque la vida no las haya hecho nacer juntas. Para mí, ese lugar siempre existió contigo, mi ancla, aunque a veces no lo supiera decir en voz alta.

Que suene esta canción mientras alguien lee estas palabras me parece lo más cercano a lo que siento: una despedida que no es furia, sino ternura; un adiós que no borra lo vivido, sino que lo protege en un rincón que nadie más podrá tocar. Porque en medio de todo lo que la enfermedad me ha arrebatado, ese “somewhere only we know” seguirá existiendo, aunque yo ya no pueda estar allí.



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