Ir al contenido principal

Cuando la memoria se apaga


Últimamente estoy notando algo que me da más miedo que cualquier brote, más que el dolor físico o la fatiga: el olvido. No hablo de los despistes normales, sino de vacíos verdaderos, silencios donde antes había certezas. A veces me quedo quieto, mirando un objeto o una cara, y sé que debería recordar algo sobre eso, pero no llega. Es una sensación muy concreta: una puerta cerrada con la llave al otro lado. Puedo golpear, puedo insistir, pero no se abre.

Me pasa con cosas pequeñas, una cita, una palabra, el nombre de un alumno, y también con cosas enormes, que antes eran parte de mi piel. El otro día estuve mirando una foto mía, de hace apenas un par de años, y durante un instante me pareció estar viendo a un extraño. Me reconocí, pero no del todo. Como si la persona de la foto hubiera tenido una vida paralela a la mía y nos hubiéramos cruzado por casualidad.

Algo está fallando en mi cerebro. Lo sé y lo siento. Es un fallo que avanza despacio, pero sin pausa, como una humedad que se cuela por una grieta y termina invadiendo toda la pared. Sé que cada vez me queda menos “yo”. Menos recuerdos, menos reflejos, menos historia. Y a veces me descubro dudando de quién soy, no por metáfora, sino porque no encuentro los hilos que antes me sostenían. Me busco y no me encuentro entero.

Dentro de esta niebla, lo que más me pesa no es solo el miedo, sino la sensación de que los apoyos se están diluyendo. Durante años he tenido pilares claros: mi madre, mi mejor amigo, algún compañero de trabajo, unas pocas personas que daban sentido a todo. Pero ahora, en este tramo del camino, cuando más los necesito, siento que se alejan. No por maldad, lo sé. Es la vida, que sigue tirando de ellos hacia adelante, mientras yo me quedo quieto, como una piedra en el camino que cada vez se ve menos.

Echo de menos una presencia constante, alguien que no tema quedarse a mi lado cuando ya no soy el mismo. Echo de menos la compañía sin horarios ni filtros, esa cercanía que no requiere explicaciones. Echo de menos que me miren sin esa mezcla de pena y distancia que se instala cuando la gente no sabe cómo tratarte. Y me duele pensar que tal vez lo que pido es demasiado: que el mundo siga girando conmigo dentro, cuando hace tiempo que me salí de su órbita.

A veces pienso que estoy pidiendo algo imposible: que la gente me acompañe en una parte del camino que no quieren ver, en una despedida lenta de todo lo que fui. Pero no quiero compasión, solo presencia. No necesito grandes palabras, solo manos cerca, miradas honestas, silencios compartidos.

Y en medio de toda esta soledad silenciosa, apareció alguien nuevo. No lo esperaba.

Llegó de forma sencilla, casi sin querer. Empezamos a hablar, y en esas conversaciones encontré algo que hacía mucho no sentía: una conexión tranquila, una sensación de comprensión. No sé qué nombre ponerle, ni quiero hacerlo todavía, pero hay algo en su manera de estar que me calma. No me mira como quien examina una herida, sino como quien ve todavía a la persona detrás de ella.

Nos entendemos sin necesidad de explicarlo todo, y eso es algo que ya creía imposible. Hay momentos en los que le hablo y tengo la sensación de que el tiempo se suspende, de que por un instante no soy el enfermo, ni el que olvida, ni el que se siente a punto de apagarse. Soy simplemente alguien que conversa, que se ríe, que siente curiosidad.

Pero junto a esa calma llega una rabia antigua, un reproche hacia el destino. Rabia por haber encontrado esto ahora, cuando ya estoy cansado, cuando mis días de claridad son cada vez más breves. Rabia por no haber vivido algo así antes, cuando aún podía compartir sin miedo, cuando mi cuerpo y mi mente no me traicionaban. Me parece una crueldad que la vida te ponga delante algo tan limpio, tan humano, justo cuando sabes que el tiempo te está descontando.

Y detrás de esa rabia está el miedo. Miedo a que sepa todo y se marche. Miedo a que no lo haga. Miedo a que se quede y le arrastre conmigo sin querer. Hay noches en las que me pregunto si no sería mejor mantener la distancia, ahorrarle el dolor que vendrá, pero me descubro escribiéndole igual, buscándolo igual, sintiendo esa necesidad absurda de estar cerca de alguien que aún me ve entero.

Supongo que hay algo profundamente triste en sentir que uno ya no tiene futuro, pero todavía necesita amor. A veces me castigo por eso, por permitir que el corazón siga queriendo cosas cuando la cabeza sabe que todo se deshace. Pero no puedo evitarlo. Y quizá ese impulso, tan pequeño y contradictorio, es lo único que me recuerda que sigo siendo humano.

Hay momentos en los que fantaseo con pasar una tarde cualquiera con él, sin pensar en la enfermedad, sin pensar en el final, solo existiendo. Sentarme frente a alguien que no me trate con cuidado, que no mida sus palabras. Tal vez eso sea lo más parecido a la felicidad que puedo aspirar a tener ahora: un instante sin miedo, un fragmento de normalidad en medio de esta vida que se va encogiendo.

No sé si esto será una historia corta, un espejismo o una despedida anticipada. No sé si podré recordar su cara dentro de unas semanas. Pero sé que me ha devuelto algo que creía perdido: la sensación de que todavía puedo sentir, aunque el resto se apague.

La enfermedad me está robando el pasado, y el futuro se me ha vuelto una palabra vacía. Solo me queda el presente, frágil, irregular, pero real. Y en este presente hay confusión, tristeza, miedo y también una forma muy tenue de cariño que no quiero dejar ir.

A veces me pregunto cuánto más durará esta lucidez. Si dentro de un mes seguiré reconociendo a los míos, si podré recordar este banco, esta noche, este texto. Por eso escribo, para fijar las cosas antes de que se desvanezcan, para dejar constancia de que existí, sentí, amé y tuve miedo.

Y si algún día alguien lee esto, quizás esa persona nueva, quizás alguno de los que ya se están alejando, quiero que sepan que detrás de toda esta tristeza hay también una forma de gratitud: por haber estado, por haberme acompañado, aunque solo haya sido un tramo.

Porque lo más duro de todo no es la enfermedad, ni siquiera el olvido. Lo más duro es seguir aquí, viendo cómo el mundo se va llenando de ausencias y cómo cada vez cuesta más recordar quién era el que miraba desde dentro.

Antonio Vega cantaba con una calma que dolía. No había dramatismo, solo verdad. Esa forma de aceptar que a veces uno se deja llevar, no por esperanza, sino porque ya no tiene fuerzas para resistirse a lo que siente. Me identifico con eso más de lo que me gustaría.

Que suene esta canción al final de estas líneas me parece lo más honesto que puedo hacer. Porque eso es exactamente lo que me pasa últimamente: me dejo llevar. Por la memoria que se va, por la tristeza, por las pocas cosas que aún me hacen sentir vivo. Por esa persona que acaba de llegar y que, sin saberlo, me ha recordado lo que era ser visto con ternura.

Hay algo de rendición en todo esto, sí, pero también una calma extraña. La calma de quien sabe que, aunque todo se apague, todavía puede reconocer una melodía, una voz, una emoción. Y mientras pueda hacerlo, aunque sea por última vez, me seguiré dejando llevar por lo poco que me quede de mí.



Comentarios

Entradas populares de este blog

La fuerza del destino

Han transcurrido cinco meses desde la última vez que vertí mis pensamientos en este rincón digital, y hoy retorno a él impulsado por dos motivos fundamentales. El primero nace de la recomendación de mi psicólogo, con quien he estado trabajando diligentemente para comprenderme mejor y enfrentar los desafíos que la vida ha arrojado a mi camino. Pero no es únicamente esta sugerencia profesional la que me trae de vuelta a estas líneas. Siento una necesidad profunda de desahogarme aquí, aunque sea solo por esta vez, sin prometer continuidad. Este escrito servirá, al menos, para aligerar algunos de los pesares que me han estado abrumando últimamente. Para dar algo de contexto, he atravesado una depresión que casi me consume por completo. Aunque he recorrido un largo camino hacia la mejoría, la oscuridad aún no ha abandonado del todo mi horizonte. A esto se suma la angustia por la grave situación de salud de mi padre, una realidad que me ha forzado a replantear muchas cosas en mi vida, temas ...

Cien latidos

Cien textos. Cien momentos en los que escribir fue lo único que pude hacer cuando todo lo demás me sobrepasaba. No siempre tuve fuerzas, y muchas veces no encontraba sentido alguno, pero incluso en los días más rotos, o precisamente en ellos, algo dentro de mí necesitaba salir, ser dicho, narrarse, aunque fuera al vacío. Como si poner palabras fuera, todavía, la única forma posible de seguir existiendo sin romperme del todo. No hay victoria aquí, ni redención. No hay moraleja de superación ni aplausos por haber llegado tan lejos. Lo único que puedo afirmar con certeza es que sigo, más cansado, con un cuerpo que se desmorona por dentro y una mente que hace tiempo que dejó de estar del todo entera, pero sigo. Y eso, con esta enfermedad, ya es mucho más de lo que parece. No recuerdo el momento exacto en el que decidí empezar este blog, solo sé que necesitaba un sitio donde volcar todo lo que no podía decir en voz alta. No buscaba consuelo, ni comprensión, ni siquiera compañía. Solo necesi...

Caer y seguir respirando

  Hoy necesitaba escribir aquí, aunque ya hace tiempo que no lo hago. Quizás porque sentí que ya no podía hablar con sinceridad en estas páginas digitales, pero creo que ha pasado el suficiente tiempo para volver a ser un lugar más invisible donde poder abrirme y desahogarme un poco. No sé ni por qué escribo esto. O mejor dicho: sí lo sé, pero me cuesta admitirlo. Escribo porque no tengo otro lugar donde dejar todo esto que me está aplastando. Porque si no lo escribo, se me enquista adentro. Y ya tengo suficientes cosas pudriéndose en el pecho. Hace unos días volví a intentarlo. Sí. Una vez más. Y sí, sigo aquí. No lo cuento para que nadie me tenga lástima. No lo cuento para llamar la atención. Lo cuento porque me estoy cayendo, hondo, lento, sin freno, y necesito decirlo en algún lado, aunque sea en este rincón casi invisible que es mi blog. Me siento como un cuerpo que sobrevive por pura inercia. Me levanto cada día sin ilusión. No porque haya una meta, o un motivo, o un sueño al...