Ir al contenido principal

Sentado en un banco

Suelo ir todas las tardes a una iglesia. Es un hábito que me ha salido solo, sin planearlo. Entro, me siento en un banco del fondo y dejo que el silencio se haga cargo. Allí puedo arrancar a llorar sin dar explicaciones, sin sentirme observado. Allí dejo salir lo que durante el día disimulo: el cansancio, la rabia, el miedo, la tristeza. Y después, cuando me vacío un poco, salgo y camino hasta casa. Paso tras paso, hasta que la respiración vuelve a ser más o menos normal. Es mi rutina: llorar en la penumbra de un templo y luego caminar para recomponerme lo justo para llegar a casa con la cara lavada.

Hoy no he podido ir. Tenía cena con unos amigos y quería cumplir con el compromiso, porque siempre intento no quedarme del todo al margen. En el metro de vuelta, mientras la gente iba ensimismada en sus móviles y auriculares, sentí que me temblaba el pecho. Noté que iba a romper a llorar allí mismo, delante de todos, y me bajé en una parada cualquiera. Caminé hasta un parque y me senté en un banco.

Aquí estoy ahora: en la tranquilidad de la noche, con una mezcla rara de sensaciones. Por un lado, miedo. Miedo a que aparezca alguien extraño, miedo a que me roben, miedo a que algo pase. Por otro lado, un pensamiento oscuro que casi me alivia: “casi mejor que pasara”. Como si cualquier sobresalto me sacara de esta sensación de deriva en la que vivo.

La semana pasada estuve fuera de Madrid. Primero solo, luego con mi madre. Con ella estuve bien. Fue diferente. Quería dejar un recuerdo bonito de los dos juntos, por lo que pueda pasar más pronto que tarde. Me esfuerzo en que, cuando mi memoria falle o cuando yo falte, ella tenga un puñado de momentos luminosos con los que quedarse. Eso me da algo de calma: al menos, cuidar su recuerdo antes de que todo se rompa.

El tiempo que pasé solo en ese viaje también tuvo momentos buenos. No voy a negarlo. Hice cosas que se supone que son divertidas, que se supone que “hacen bien”. Y en parte me lo pasé bien, pero también sentí que me estaba forzando. Como si estuviera interpretando un papel para encajar en la rueda de la vida de los demás. Esa rueda en la que hay que moverse, salir, hacer cosas, contar anécdotas nuevas. Yo ya no encajo en esa rueda, ni siquiera en la de las personas más importantes para mí. Pero sigo forzándome a correr dentro de ella para intentar no quedarme del todo atrás.

Hace mucho que siento que no encajo. Y no es solo que me sienta fuera del mundo de la gente que no está enferma. Es que me siento fuera incluso del mundo de quienes más quiero. Me esfuerzo en mantenerme cerca, en seguir el ritmo, en no ser un lastre. Y en ese esfuerzo me pierdo.

Siento que antes era importante y ahora solo soy útil. Que antes aportaba algo más que presencia. Que antes mi conversación podía interesar, que podía proponer, que podía llevar el hilo. Ahora siento que solo estoy ahí para escuchar, para facilitar, para no molestar. Como si mi valor se hubiera ido reduciendo a lo que puedo hacer y no a lo que soy.

No me gusta nada sentirme así. Y al mismo tiempo me cuesta pedir ayuda. Me cuesta decir: “Necesito que me hagas sentir importante, aunque no pueda aportar la misma energía de antes”. Es como si la enfermedad me hubiera robado no solo fuerzas físicas, sino también la legitimidad para pedir cariño. Y, sin embargo, lo necesito. Necesitaría más apoyo. Quizá ahora no puedo aportar diversión o conversaciones brillantes, pero me gustaría sentirme como antes: algo importante. Alguien importante. No solo útil, no solo presente por compromiso, sino presente porque alguien lo quiere así.

Y en esto, inevitablemente, pienso en mi mejor amigo. Él ha sido mi ancla durante años, mi hermano sin lazos de sangre. Pero últimamente siento que entre nosotros las cosas han cambiado, aunque nadie lo haya dicho en voz alta. Muchas veces tengo la sensación de que ahora lleno huecos. Que soy esa persona a la que puede recurrir cuando no tiene nada que hacer, o cuando necesita ayuda urgente, o cuando necesita alguien que siempre esté disponible. Porque yo siempre estoy. Y lo seguiré estando mientras me queden fuerzas. Pero he dejado de sentirme importante en su vida.

Antes sentía que éramos dos ejes girando juntos, compartiendo entusiasmo, proyectos, conversaciones interminables. Ahora siento que él tiene su rueda y yo la mía, y que la mía apenas roza la suya de vez en cuando. Me esfuerzo en seguirle, pero ya no es lo mismo. Quizá es que él ya está construyendo su vida con otras prioridades, y yo me he quedado anclado en la enfermedad. Quizá soy yo el que ya no sabe aportar, el que no tiene energía para proponer ni ilusión para acompañar. Pero la sensación está ahí: que pasó de ser imprescindible a ser opcional.

Me duele reconocerlo, pero tengo miedo. Miedo de que si mi vida dura mucho más, nuestra amistad termine por agotarse. Miedo de que nos convirtamos en dos conocidos que se envían mensajes de cumpleaños y poco más. Miedo de que un día me despierte y ya no tenga ni siquiera su voz como refugio. No quiero que pase eso. No quiero que lo poco que me queda se desdibuje así.

Y en medio de ese miedo me asalta otra idea aún más cruda: quizá necesito adelantar mi final de todo esto. No por rabia, sino por amor a lo que fue. Porque quiero irme mientras aún tengo todo lo que recuerdo, mientras aún sé quién es él, mientras aún puedo escribirle con su nombre, mientras aún puedo sentir lo que siento ahora. Quiero irme antes de convertirme en un cuerpo sin memoria, antes de mirar su cara y no saber quién me mira.

No escribo esto para provocar pena ni para manipular. Lo escribo porque necesito dejarlo claro, al menos para mí mismo: este cansancio no es solo físico. Es también la tristeza de sentir que, poco a poco, me voy quedando fuera de todo, incluso de las manos que más me han sostenido. Y me da miedo que, si sigo mucho más, cuando me vaya ya no quede nada de eso, ni siquiera en mis recuerdos.

Sentado en este banco, de noche, con frío y con lágrimas, siento todo esto golpeándome. Y también siento, muy dentro, que sigo queriendo a mi amigo, que sigo queriendo a mi madre, que sigo queriendo a todos. Pero que cada día me cuesta más seguir fingiendo que encajo, seguir corriendo en una rueda que ya no es la mía.

Quizá esta entrada no tenga un cierre. No voy a fingir que ahora mismo estoy mejor, porque no lo estoy. Solo puedo decir que estoy en este banco, que tengo miedo, que lloro, que echo de menos sentirme importante, y que cada vez pienso más en irme antes de que desaparezcan mis recuerdos y mis lazos. Y mientras tanto, seguiré escribiendo, aunque sea para recordar que alguna vez lo fui.

Y para cerrar, quiero dejar aquí una canción que siempre me ha parecido un refugio en sí misma y que ya he utilizado anteriormente: “El sitio de mi recreo” de Antonio Vega. Habla de ese lugar íntimo al que uno vuelve cuando todo alrededor se desmorona, un rincón que no está en ningún mapa pero que existe en lo más profundo. Para mí ese sitio ha sido muchas cosas: un banco en una iglesia, un paseo solitario de vuelta a casa, una conversación con mi mejor amigo.

Que suene esta canción al final de estas palabras me parece justo: porque, aunque ahora me sienta fuera de la rueda, necesito pensar que todavía tengo mi propio espacio de calma, aunque sea diminuto y frágil. Ese sitio de mi recreo es lo que aún me conecta con lo que fui y con lo que quiero recordar antes de que todo se borre. Quizás esta canción es mi favorita desde que la escuché por primera vez, aunque no tenía ni idea de que iba a significar tanto en mis últimos momentos.




Comentarios

Entradas populares de este blog

La fuerza del destino

Han transcurrido cinco meses desde la última vez que vertí mis pensamientos en este rincón digital, y hoy retorno a él impulsado por dos motivos fundamentales. El primero nace de la recomendación de mi psicólogo, con quien he estado trabajando diligentemente para comprenderme mejor y enfrentar los desafíos que la vida ha arrojado a mi camino. Pero no es únicamente esta sugerencia profesional la que me trae de vuelta a estas líneas. Siento una necesidad profunda de desahogarme aquí, aunque sea solo por esta vez, sin prometer continuidad. Este escrito servirá, al menos, para aligerar algunos de los pesares que me han estado abrumando últimamente. Para dar algo de contexto, he atravesado una depresión que casi me consume por completo. Aunque he recorrido un largo camino hacia la mejoría, la oscuridad aún no ha abandonado del todo mi horizonte. A esto se suma la angustia por la grave situación de salud de mi padre, una realidad que me ha forzado a replantear muchas cosas en mi vida, temas ...

Cien latidos

Cien textos. Cien momentos en los que escribir fue lo único que pude hacer cuando todo lo demás me sobrepasaba. No siempre tuve fuerzas, y muchas veces no encontraba sentido alguno, pero incluso en los días más rotos, o precisamente en ellos, algo dentro de mí necesitaba salir, ser dicho, narrarse, aunque fuera al vacío. Como si poner palabras fuera, todavía, la única forma posible de seguir existiendo sin romperme del todo. No hay victoria aquí, ni redención. No hay moraleja de superación ni aplausos por haber llegado tan lejos. Lo único que puedo afirmar con certeza es que sigo, más cansado, con un cuerpo que se desmorona por dentro y una mente que hace tiempo que dejó de estar del todo entera, pero sigo. Y eso, con esta enfermedad, ya es mucho más de lo que parece. No recuerdo el momento exacto en el que decidí empezar este blog, solo sé que necesitaba un sitio donde volcar todo lo que no podía decir en voz alta. No buscaba consuelo, ni comprensión, ni siquiera compañía. Solo necesi...

Caer y seguir respirando

  Hoy necesitaba escribir aquí, aunque ya hace tiempo que no lo hago. Quizás porque sentí que ya no podía hablar con sinceridad en estas páginas digitales, pero creo que ha pasado el suficiente tiempo para volver a ser un lugar más invisible donde poder abrirme y desahogarme un poco. No sé ni por qué escribo esto. O mejor dicho: sí lo sé, pero me cuesta admitirlo. Escribo porque no tengo otro lugar donde dejar todo esto que me está aplastando. Porque si no lo escribo, se me enquista adentro. Y ya tengo suficientes cosas pudriéndose en el pecho. Hace unos días volví a intentarlo. Sí. Una vez más. Y sí, sigo aquí. No lo cuento para que nadie me tenga lástima. No lo cuento para llamar la atención. Lo cuento porque me estoy cayendo, hondo, lento, sin freno, y necesito decirlo en algún lado, aunque sea en este rincón casi invisible que es mi blog. Me siento como un cuerpo que sobrevive por pura inercia. Me levanto cada día sin ilusión. No porque haya una meta, o un motivo, o un sueño al...