Últimamente estoy viviendo algo que no pensé que llegaría tan pronto: la sensación de que mi memoria se va deshaciendo por dentro, como si hubiera empezado a borrarse sin pedir permiso. No son solo despistes, no es ese olvido cotidiano que cualquiera puede tener si va con prisa o está cansado. Es un agujero real, una especie de niebla espesa que aparece donde antes había certezas.
Empieza con cosas pequeñas: una palabra que no consigo encontrar, un nombre que se esconde en algún rincón donde no puedo entrar, un lugar al que llego sin recordar por qué iba allí. Y luego están esos huecos más largos, horas enteras que se apagan y vuelven como si alguien las hubiera pasado por un filtro borroso. A veces creo que las recupero; otras veces no estoy seguro de si lo que recuerdo es auténtico o una reconstrucción improvisada para no asustarme más.
Desde entonces he ido aceptando,
con más o menos rabia, que hay cosas que ya no podré hacer nunca más. Y voy por
rachas: días en los que puedo decirme que es lo que toca, que no tiene sentido
pelear contra lo que no se puede cambiar. Y otros días en los que esa misma
aceptación me revienta por dentro, como si tuviera un cristal clavado. Entonces
rompo a llorar sin poder evitarlo, como si la tristeza necesitara salir a
empujones.
En mitad de todo esto, la memoria
que falla, el cuerpo que avisa, la cabeza que se apaga por piezas, hay algo que
me pesa incluso más que lo físico: ya no quiero soluciones.
No quiero conversaciones largas
sobre cómo arreglar lo que no se puede arreglar. No quiero que me expliquen
tratamientos, planes, alternativas, rutinas. No quiero oír más frases
bienintencionadas sobre ser fuerte o aguantar. No tengo energía para simular
que esas palabras me sirven de algo.
Ahora lo que quiero, lo que
necesito de verdad, es otra cosa: risa, compañía y cariño. Sobre todo, cariño.
Echo muchísimo de menos los
abrazos. No los que dan lástima, no los que se dan para animar: hablo de los
abrazos de antes, los que me apretaban con ganas, los que me recordaban que
formaba parte de algo, los que llegan sin que uno los pida. Me doy cuenta de
que llevo demasiado tiempo sobreviviendo con palabras, cuando en realidad lo
que necesito es piel, presencia, calor humano sin explicaciones.
Y en medio de esta sensación de
pérdida, de esta soledad silenciosa en la que estoy metido, apareció alguien.
Un chico.
Alguien especial.
No sé muy bien cómo pasó, pero de
repente estábamos hablando, y fue fácil. Fue tan fácil que hasta me dio miedo.
Con él siento algo que creía enterrado: una especie de alegría espontánea, algo
que brota sin preparación. Me sorprendo riendo, riendo de verdad, no de esas
sonrisas que uno coloca para disimular. Cuando estoy con él me acuerdo de cómo
era mi yo antiguo, ese que todavía sabía disfrutar sin hacer cálculos, sin
temor a apagarse en cualquier momento.
Y esto, que debería ser bonito, y
lo es, lo es mucho, también me provoca una rabia profunda.
Rabia por no haber vivido esto
antes, cuando aún podía.
Rabia por haberlo encontrado
ahora, cuando mis huecos mentales son más grandes que mis certezas.
Rabia porque siento que la vida
me pone delante algo bueno cuando ya no sé si tengo tiempo suficiente para
sostenerlo.
No creo que le cuente nada de
esto. Ni ahora, ni después.
No sabría cómo hacerlo.
No quiero que me mire con esa
mezcla de pena y responsabilidad que tanto me asusta. No quiero cargarlo con
mis sombras. Prefiero dejarlo fuera de este desgaste silencioso. Prefiero que
nuestra burbuja siga siendo eso: una burbuja limpia, sin diagnósticos ni
miedos.
Sé que, si algún día se entera,
probablemente se enfade. Quizás piense que fui injusto. Que lo engañé.
Quizá me odie, o quizá no. No
tengo forma de saberlo.
Pero ahora mismo, esta burbuja es
lo único que me da un respiro.
Es el único momento del día en el
que no pienso en lo que pierdo, en lo que olvido, en lo que ya no volverá.
El único rato en el que dejo de
sentirme enfermo.
En el que dejo de sentirme menos.
Y no voy a renunciar a eso.
No quiero renunciar a lo poco
bueno que queda, aunque dure poco, aunque sea frágil, aunque esté condenado
desde el principio. Esta burbuja no me salva la vida, pero me la hace un poco
menos pesada.
Y hay algo más, algo que no sé si
me duele más que todo lo anterior: he empezado a dudar de todo.
A veces ya no sé si lo que digo
lo he vivido de verdad o si lo he imaginado para llenar un hueco. A veces me
sorprendo dudando de mis propios recuerdos como si no fueran míos. Y, lo peor,
hay días en los que ni siquiera sé con claridad quién soy.
Repito mentalmente mi nombre, mi
edad, dónde vivo, a quién quiero… como si necesitara anclarme a algo básico.
Me asusta la facilidad con la que
puedo perder piezas de mí.
Me aterra pensar que algún día
despierte y no reconozca nada.
Dudar de la realidad ya es
complicado.
Dudar de ti mismo es otra cosa.
Es una grieta más profunda, una
que no sabes hasta dónde llega.
Hay días en los que siento que
todo se deshace y que no puedo hacer nada para detenerlo. Pero también hay
pequeños momentos, muy pequeños, muy delicados, en los que todavía puedo reír,
en los que todavía puedo sentir que algo en mí sigue vivo.
Y eso, aunque dure unos minutos,
importa.
Quizás esta entrada sea solo eso:
una forma de dejar constancia de lo que se me cae de las manos, de lo que aún
sostengo, de lo que dudo y de lo que soy capaz de sentir incluso cuando todo
dentro parece desordenarse.
No busco conclusiones.
No busco soluciones.
Solo quería escribirlo antes de
que también se me escape.
Y para cerrar esta entrada, hoy
dejo aquí una canción que llevo escuchando en bucle estos días: la versión de
“Agua” de Valeria Castro.
No sé qué tiene su voz, pero
consigue decir sin exagerar todo lo que yo no sé expresar bien. Hay algo en
cómo canta, tan despacio, tan a punto de romperse, que se parece mucho a lo que
siento últimamente: esta mezcla de fragilidad, cansancio y lucidez que no sé
colocar en ningún sitio.
En su interpretación, “agua” no
es solo agua.
Es algo que arrastra, que borra,
que limpia, que duele y que a veces se lleva más de lo que uno quiere.
Algo que, como mis recuerdos,
fluye sin avisar.
Algo que se escapa entre los dedos,
aunque intentes retenerlo.
Algo que vuelve distinto o no
vuelve.
Hay un momento de la canción,
casi al final, en el que Valeria canta como si estuviera hablando desde una
grieta. Como si dijera: “no puedo más, pero aún estoy aquí, aunque sea por
poco”.
Eso es exactamente lo que siento
cada vez que termino una de estas entradas.
Que estoy aquí, todavía, en
partes.
Que sigo intentando poner
palabras antes de que se apaguen.
Que sigo moviéndome, aunque sea a
pequeños empujones, mientras el agua sigue fluyendo por dentro y llevándose
cosas que no sé si podré recuperar.
Así que hoy cierro esta entrada
con ella.
Con esa voz que parece sostener
el silencio sin romperlo.
Con esa forma de cantar que
acompaña sin juzgar.
Con esa agua que, aunque duela,
sigue siendo mía mientras puedo nombrarla.
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