Estoy llorando en mi cuarto por la impotencia que siento y porque me gustaría poder estar en otro sitio, así que he venido por aquí para ver si soltándolo en palabras se me pasa. Hoy quiero escribir sobre algo que llevo días arrastrando por dentro, algo que siento que me muerde en silencio mientras intento seguir adelante como si nada pasara: el miedo. No un miedo abstracto ni exagerado, sino ese miedo que se pega a la piel y se instala en la nuca, respirando conmigo, vigilando cada hueco que aparece en mi memoria. Ese miedo específico, preciso, que llega cuando noto que cada día se desprende una pieza más de lo que soy y que, por mucho que intente sujetarla, se me escurre entre los dedos sin pedir permiso.
Empiezo a olvidar cosas que antes
eran automáticas. Primero fueron pequeños detalles: una palabra que no salía,
una cita que desaparecía de golpe, un nombre que parecía esconderse en un
rincón oscuro. Luego empezaron a borrarse escenas completas, momentos que otros
me describían como si yo hubiera estado allí, y yo solo asentía para no
preocupar. Ahora la sensación es otra: ya no son despistes aislados, son
ausencias que se sienten físicas, huecos que dejan un eco raro dentro de la
cabeza. Partes importantes de mi vida se han vuelto borrosas, como si alguien
hubiese puesto un filtro desenfocado justo encima de mis recuerdos más sólidos.
Y lo peor no es que desaparezcan, sino que a veces ni siquiera noto el momento
en el que se van.
Por eso sigo escribiendo aquí.
Porque necesito dejar algo mío anclado en algún sitio. Este blog, que empezó
siendo un desahogo, se ha convertido sin querer en un archivo: un intento
desesperado, quizá, de fijar mi voz antes de que el ruido interno la empiece a
tapar. A veces imagino que dentro de poco tendré que volver a leer mis propias
palabras para recordar quién fui. Y la idea me asusta, pero al mismo tiempo me
tranquiliza saber que estoy dejando migas de pan por si un día necesito
recorrer el camino de vuelta hacia mí.
Y aquí es donde aparece una
reflexión que me da vértigo al reconocer: el miedo a llegar al olvido total. No lo
escribo como una decisión, sino como un horizonte borroso al que mi mente
vuelve una y otra vez. No quiero caer ahí sin voz, sin recuerdos, sin saber
quién soy. Me aterra perderme del todo, convertirme en alguien que respira,
pero ya no se reconoce. Ese pensamiento aparece como un borde al que me acerco
despacio, tanteando, sin saber si podré mantenerme firme o si terminaré
resbalando. No es un plan ni una resolución, es solo la forma que está
adoptando el miedo estos días: la idea de querer detenerme antes de perderme
completamente. Algo que no significa nada definitivo, pero que refleja hasta
dónde me está llevando este cansancio profundo y esta lucha silenciosa contra
algo que avanza sin que yo pueda frenarlo.
Y, aun así, dentro de este caos,
también hay cosas que me sorprenden. Cosas que nunca pensé que llegaría a vivir
y que, de alguna manera, me han dado una luz que no esperaba.
Por ejemplo, el trabajo. Después
de tantos años dándolo todo, esforzándome más de lo que cualquiera podía ver,
intentando rendir lo mejor posible dentro de mis limitaciones, he conseguido
acceder a la posibilidad de una plaza indefinida. No sé si llegaré a ver ese
contrato firmado, no sé si mi memoria me lo permitirá, no sé si mi cuerpo me
acompañará lo suficiente para disfrutarlo. Pero la simple opción ya significa
algo enorme para mí. Porque trabajar ha sido una forma de demostrarme que sigo
aquí, que aún puedo aportar, que lo que hago tiene valor. Llegar hasta este
punto ha sido una meta que me ha acompañado durante años, y saber que estoy a
las puertas, aunque no sepa cuánto podré atravesarlas, me da un extraño
orgullo. Como si, al menos en eso, hubiese cumplido con lo que me propuse.
Y luego está el amor. Ese tema
que tantas veces pensé que no era para mí. Que mi vida ya estaba demasiado
marcada, demasiado condicionada, demasiado herida como para que alguien pudiera
quererme desde un lugar sano, real, sin miedo. Pero ha aparecido alguien.
Alguien con quien encajo de una forma que no sabía que existía. Alguien que me
mira y me reconoce, que me escucha con atención genuina, que me hace reír como
hacía tiempo que no me reía. Alguien con quien me siento visto, importante,
querido. Y aunque sé que llego tarde a muchas cosas, aunque sé que mi vida ya
no está en su mejor momento, me alegro de haber podido sentir esto, aunque sea
ahora. Me alegro de haber descubierto que puedo ser importante para alguien en
ese sentido. Me alegro de que mi cuerpo, mi mente y mi corazón aún fueran
capaces de abrirse a algo así.
Y la familia… que pensé que se
iría apagando conmigo, que se alejaría por miedo, por cansancio, por no saber
qué hacer. Pero no. Siguen ahí, con sus formas torpes o imperfectas, pero
siguen. Y sé que les dolerá todo lo que venga, les dolerá más de lo que dicen,
más de lo que muestran. Y eso me pesa. Me pesa porque nunca quise que nadie
sufriera por mí. Me pesa porque siempre pensé que sería yo quien los protegería
a ellos y no al revés.
Y dentro de esta familia también
está él: mi ancla. Ese amigo que ha sido pilar, guía, refugio, hermano. El que
ha soportado mis silencios, mis miedos, mis brotes, mis caídas. El que ha
cargado con partes de mí que nadie debería cargar solo. El que siempre ha
estado, incluso cuando yo no estaba para nadie.
Y sé que le debo un perdón. Le
debo palabras que llevan demasiado tiempo atravesadas. Le debo reconocer que
puse en él un peso que no le correspondía, que dejé que fuese mi única columna
cuando debería haber repartido la carga. Él nunca se ha quejado, nunca me ha
hecho sentir mal, pero yo sé lo que supone. Y sé que nuestra relación ha cambiado,
quizá por eso mismo: porque ya no puedo seguir su ritmo, porque olvido cosas
que antes compartíamos, porque la vida nos está llevando por caminos distintos.
Pero lo quiero con una intensidad difícil de nombrar. Es mi alma gemela, aunque
suene exagerado. Es familia. Es alguien sin quien mi vida habría sido
infinitamente más dura. Quiero darle espacio para que siga creciendo, para que
no se sienta frenado por mí, para que pueda disfrutar lo que tanto le ha
costado conseguir. Y, aun así, quiero seguir estando ahí en lo que pueda, en lo
que me quede. En su trabajo, en las pequeñas cosas, en esos momentos en los que
sé que puedo serle útil más allá de lo emocional. Me doy cuenta de que mi vida
ha sido una suma de golpes, sí, pero también ha sido, gracias a personas como
él, algo más que eso. Ha sido apoyo, compañía, risas, cariño, complicidad. Ha
sido también luz, aunque ahora cueste verla.
Y todo esto, el miedo, los
logros, el amor, la familia, el ancla, se mezcla dentro de mí en una forma que
no sé ordenar. A veces siento que estoy al borde de algo, que me asomo a un
precipicio que no sé si voy a llegar a pisar o no. Otras veces siento que estoy
todavía aquí, firme, sosteniéndome con lo que puedo. Lo único que tengo claro
es que quiero dejar estas palabras escritas para no perderme. Para que quede
constancia de lo que soy hoy, antes de que la memoria siga llevándose partes de
mí.
No sé qué pasará.
No tengo certezas.
Solo sé que este miedo es real,
pero también lo es todo lo que he vivido y todo lo que sigo sintiendo. Ya
decidí cuándo quiero que termine y lo tengo claro, pero mientras quede un poco
de mí para escribirlo, lo dejaré aquí.
Comentarios
Publicar un comentario