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Los abrazos que no llegan

Hoy quiero escribir algo que llevo tiempo guardando, algo que pesa en mi mente y en mi corazón. Es una historia sobre amor, rechazo, miedo y, sobre todo, la sensación de no ser suficiente. No sé si al ponerlo en palabras lograré sentirme mejor, pero al menos necesito intentarlo. Tal vez escribirlo sea la única forma de sacar un poco de este dolor que parece no tener fin.

Hace casi diez años me diagnosticaron esclerosis múltiple. Tenía 26 años, y en ese momento mi vida cambió para siempre. Los planes, los sueños y las certezas que tenía comenzaron a desmoronarse, y aunque he aprendido a vivir con muchas cosas —los síntomas, los tratamientos, la incertidumbre—, lo que nunca he podido manejar del todo es cómo esta enfermedad afecta mis relaciones. Especialmente, mis relaciones con las personas que más quiero.

El amor ha sido un camino lleno de obstáculos, de rechazos que siempre me dejan sintiendo lo mismo: que no soy suficiente para nadie. La primera vez que alguien me rechazó por mi enfermedad fue devastadora. Me gustaba mucho una chica, y pensé que podíamos construir algo juntos. Pero cuando le conté sobre mi diagnóstico, todo cambió. Al final, me dijo que no podía imaginarse estando con alguien como yo, con un futuro tan incierto. Ese rechazo no solo me rompió el corazón, sino que sembró en mí la idea de que tal vez siempre será así, que mi enfermedad será una barrera que nadie estará dispuesto a cruzar.

Hace poco volví a intentarlo. Esta vez conocí a un chico, alguien que me hizo sentir algo que no había sentido en mucho tiempo. La conexión entre nosotros era intensa, y el sexo… el sexo era increíble. Siempre he sido bueno en eso, lo sé. Es algo que disfruto y en lo que siempre me he esforzado por dar lo mejor de mí. Con él no fue diferente; la química que teníamos en la cama era única, algo que me hacía olvidar por un momento todo lo demás. Pero incluso eso terminó convirtiéndose en una fuente de inseguridad. Cuando finalmente decidí hablarle sobre mi esclerosis múltiple, su reacción al principio fue buena pero finalmente fue un golpe duro de nuevo. Me dijo que no podía con esto, que no veía cómo podríamos construir algo juntos con mi enfermedad de por medio.

Desde entonces, no he podido dejar de pensar si eso, el sexo, fue lo único bueno que vio en mí. Quizás, para él, solo fui alguien con quien podía disfrutar un rato, alguien que era bueno en algo pero que no tenía nada más que ofrecer. Esa idea me persigue, porque, aunque siempre he creído que soy más que mi enfermedad, también tengo días en los que dudo de mi propio valor. Días en los que siento que, fuera de la intimidad, no tengo mucho que aportar en la vida de nadie. Y si eso es lo único que puedo ofrecer, ¿Cómo podría alguien verme como algo más? ¿Cómo podría alguien querer construir una vida conmigo, sabiendo que lo que les espera es una carga cada vez más pesada?

Y, sin embargo, lo que más me atormenta no es solo la idea de no ser suficiente para una pareja. Es el miedo de no ser suficiente para mis amigos, esas personas que han estado a mi lado desde el principio, apoyándome en mis peores momentos. Los quiero tanto que a veces el amor que siento por ellos se mezcla con una culpa insoportable. Porque sé lo que viene. Sé que esta enfermedad no tiene cura, que los brotes seguirán llegando y que mi cuerpo, poco a poco, me irá fallando. Y aunque intento no pensar demasiado en el futuro, no puedo evitar imaginar cómo sería depender de ellos, cómo sería que tuvieran que cuidarme cuando yo no pueda hacerlo por mí mismo.

No quiero eso para ellos. No quiero que esta enfermedad, que ya ha cambiado mi vida de tantas maneras, termine arrastrándolos también a ellos. Han sido tan buenos conmigo, tan incondicionales, que la idea de que algún día puedan sentirse obligados a cuidar de mí me rompe el alma. A veces pienso que lo mejor sería empezar a distanciarme, protegerlos antes de que llegue el momento en que yo sea una carga imposible de evitar. Pero incluso ese pensamiento me duele, porque significaría perder lo poco que me mantiene a flote.

En este momento, no puedo dejar de pensar en mi último brote. Fue uno de los peores que he tenido. Estuve casi dos semanas sin poder mover las piernas, atrapado en mi propio cuerpo. Esa sensación de impotencia, de no poder hacer nada por mí mismo, fue aterradora. Pero lo peor no fue el brote en sí; fue el aislamiento, el darme cuenta de lo solo que estaba realmente. Mi relación con mi familia siempre ha sido difícil, y durante ese tiempo no tuve a nadie en quien apoyarme de verdad. Cada minuto se sentía eterno, y no podía dejar de pensar que, si algo así vuelve a pasar, voy a estar completamente solo. No sé si podría soportar eso otra vez.

Es un pensamiento oscuro, pero honesto: no sé si quiero seguir adelante si vuelve a ocurrirme algo así. La idea de desaparecer, de no tener que enfrentar otra experiencia como esa, se ha convertido en un refugio mental al que acudo más veces de las que quisiera. Me aterra admitirlo, pero hay momentos en los que me pregunto si tiene sentido seguir luchando, si vale la pena seguir enfrentando una vida que parece destinada a ser cada vez más dura, más solitaria.

Y lo más duro de todo es vivir sabiendo que nunca seré feliz. Esa certeza se ha convertido en una especie de compañera silenciosa, una voz que me recuerda constantemente que, por mucho que luche, por mucho que intente encontrar algo de luz, siempre estaré atrapado en esta oscuridad. Me gustaría decir que tengo fuerzas para seguir adelante, pero cada día que pasa me cuesta más. No sé cuánto tiempo podré soportar esta sensación de vacío, esta idea de que mi vida es una carga no solo para mí, sino para todos los que me rodean.

A veces, lo único que quiero es un poco de cariño. Un abrazo de un amigo, algo que me recuerde que no estoy completamente solo. Pero incluso eso parece difícil de pedir. No quiero que mis amigos sientan que estoy suplicando por atención, que estoy tratando de cargarles con mi tristeza. Así que me guardo todo esto para mí, intentando soportarlo como puedo, pero la verdad es que no sé cómo. Echo de menos esa calidez, esa cercanía que me hacía sentir humano, querido. Un simple gesto, una mano en mi hombro, un "estoy aquí para ti", sería suficiente para sobrellevar un poco este peso. Pero la soledad que siento me hace pensar que incluso eso es demasiado pedir.

Escribir esto no me da respuestas, pero al menos me permite compartir este peso, aunque sea un poco. Tal vez alguien que lea estas palabras se sienta identificado, y tal vez, al menos por un momento, eso nos haga sentir menos solos. No tengo consuelo para ofrecer, porque ni siquiera puedo consolarme a mí mismo. Pero si tú, que estás leyendo esto, sabes lo que es sentir que no eres suficiente, quiero que sepas que te entiendo. Quizás sólo estoy buscando desesperadamente algo que ya no tengo donde agarrarme para no hundirme en el mar y poder flotar hasta que llegue el final




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