Son las once de la noche y aquí estoy otra vez, sin poder dormir, sin encontrar una posición que alivie este dolor que me atraviesa las piernas y me deja sin aliento. Es un dolor traicionero, que no avisa, que no se puede predecir, pero cuando llega lo devora todo. Se instala en mi cuerpo como un enemigo implacable, que no descansa, que no tiene compasión. Quemazón, calambres, descargas eléctricas recorriéndome de arriba abajo como si alguien estuviera hurgando en mis nervios con agujas incandescentes. Me muerdo el labio para no gritar, me encojo sobre mí mismo intentando reducirlo, engañarlo, hacerlo desaparecer. Pero no hay forma. El dolor sigue ahí, indiferente a mi desesperación. La noche avanza, pero para mí el tiempo es un concepto borroso. Solo existen las punzadas que van y vienen, la presión insoportable, el ardor que me deja sin respiración y las lágrimas que ahora mismo no puedo contener. No quiero llorar, no quiero permitírmelo, pero es imposible. Estoy solo en casa y no le...