He tomado una decisión. No ha sido fácil llegar hasta aquí, pero siento que ya no puedo seguir de otra manera. La decisión de alejarme, de poner distancia, de no contagiar esta tristeza que llevo dentro y que cada vez me resulta más imposible de disimular. Sé que no me queda mucho, ya sea por la enfermedad que avanza sin piedad o porque en algún momento me rinda. Y quiero irme dejando un buen recuerdo, no una versión apagada de mí mismo que solo provoque preocupación o cansancio a quienes me rodean. No quiero que cuando piensen en mí, lo primero que les venga a la mente sea este rostro cansado o estas ausencias en la conversación. Prefiero que conserven la imagen de lo que fuimos: las risas, los viajes, las confidencias, las madrugadas llenas de palabras y de silencios compartidos. Nada es igual que antes. Lo noto en cada gesto, en cada plan, en cada conversación. Lo que antes me parecía natural hoy me resulta ajeno, como si perteneciera a otra vida que ya no es la mía. Es como ver f...
Después de este último brote debería sentirme feliz. Debería estar agradecido por haber recuperado movimiento, por volver a caminar, por volver a usar mi brazo. Y claro que lo estoy, sería injusto negarlo. Pero lo que me sorprende, lo que me desconcierta, es que lo que siento con más fuerza no es alegría, sino una tristeza enorme. Una tristeza que me atraviesa como un río subterráneo, que no me deja tranquilo, pero que al mismo tiempo viene acompañada de algo inesperado: una calma que nunca había sentido antes. Es difícil de explicar. No es la calma de quien ha encontrado una solución o de quien ha alcanzado la paz después de una tormenta. No. Es más bien la calma de quien acepta una evidencia inevitable, como el mar que vuelve una y otra vez a la orilla. Es como si dentro de mí hubiera una voz que me repite: ya hiciste lo que tenías que hacer en este mundo, puedes irte tranquilo. Y esa idea, lejos de asustarme, me trae serenidad. Siento como si, con cada recaída, me hubiera ido despid...