Ir al contenido principal

Entradas

Cuando la memoria se apaga

Últimamente estoy notando algo que me da más miedo que cualquier brote, más que el dolor físico o la fatiga: el olvido. No hablo de los despistes normales, sino de vacíos verdaderos, silencios donde antes había certezas. A veces me quedo quieto, mirando un objeto o una cara, y sé que debería recordar algo sobre eso, pero no llega. Es una sensación muy concreta: una puerta cerrada con la llave al otro lado. Puedo golpear, puedo insistir, pero no se abre. Me pasa con cosas pequeñas, una cita, una palabra, el nombre de un alumno, y también con cosas enormes, que antes eran parte de mi piel. El otro día estuve mirando una foto mía, de hace apenas un par de años, y durante un instante me pareció estar viendo a un extraño. Me reconocí, pero no del todo. Como si la persona de la foto hubiera tenido una vida paralela a la mía y nos hubiéramos cruzado por casualidad. Algo está fallando en mi cerebro. Lo sé y lo siento. Es un fallo que avanza despacio, pero sin pausa, como una humedad que se cue...
Entradas recientes

Sentado en un banco

Suelo ir todas las tardes a una iglesia. Es un hábito que me ha salido solo, sin planearlo. Entro, me siento en un banco del fondo y dejo que el silencio se haga cargo. Allí puedo arrancar a llorar sin dar explicaciones, sin sentirme observado. Allí dejo salir lo que durante el día disimulo: el cansancio, la rabia, el miedo, la tristeza. Y después, cuando me vacío un poco, salgo y camino hasta casa. Paso tras paso, hasta que la respiración vuelve a ser más o menos normal. Es mi rutina: llorar en la penumbra de un templo y luego caminar para recomponerme lo justo para llegar a casa con la cara lavada. Hoy no he podido ir. Tenía cena con unos amigos y quería cumplir con el compromiso, porque siempre intento no quedarme del todo al margen. En el metro de vuelta, mientras la gente iba ensimismada en sus móviles y auriculares, sentí que me temblaba el pecho. Noté que iba a romper a llorar allí mismo, delante de todos, y me bajé en una parada cualquiera. Caminé hasta un parque y me senté e...

El refugio invisible

  He vuelto a la consulta de la neuróloga. Pensé que sería una revisión rutinaria, una confirmación más de que me tocaba seguir cuidándome, seguir midiendo los días con cita médica y pastillas. No fue así. En sólo mes y medio las zonas desmielinizadas que había en mi cerebro han casi triplicado su tamaño. Tres veces más. La imagen en la pantalla fue clara y, a la vez, terrible: algo que antes cabía en un recuadro ahora lo llenaba. Me lo explicó despacio, con la paciencia habitual, hablando de tasas de crecimiento, de pronósticos, de opciones. Mencionó centros de rehabilitación, ayudas a domicilio, personal de asistencia, alternativas. Palabras prácticas que, en ese momento, sonaban a listas que yo no quería empezar a marcar porque cada casilla es un paso más hacia otra vida que no reconozco. La enfermedad parece haber acelerado su ritmo. Lo que antes era una subida lenta ahora es una pendiente empinada. Y yo no sé cuánto tiempo me queda siendo yo. Esa pregunta me sacude más que c...

El fin del camino

Hoy escribo estas palabras sabiendo que este blog se acerca a su final. Con una mano que no me responde del todo y que hace que en escribir estas palabras tarde el doble de tiempo, pero me apetecía soltarme. Después de tanto tiempo volcando aquí mis pensamientos, mis miedos, mis recuerdos y mis heridas, siento que he llegado a una conclusión clara: he decidido rendirme. Han sido muchos años de lucha, demasiados quizá. Años en los que cada día era una batalla nueva, en los que la incertidumbre marcaba mis pasos, en los que nunca supe cómo me despertaría al día siguiente. Años de médicos, de pruebas, de diagnósticos que confirmaban lo que ya sentía en mi cuerpo: que iba perdiendo terreno poco a poco, sin remedio. Y aunque me haya repetido miles de veces que podía aguantar un poco más, que podía encontrar fuerzas donde ya no quedaban, ahora sé que no. Sé que llegué a mi límite. Sé que mucha gente no lo va a entender. Que habrá quien piense que debería seguir peleando, que siempre hay al...

Septiembre sin ganas

Septiembre siempre ha sido un mes especial para mí. El inicio de curso, las clases llenándose de caras nuevas, la energía de volver a la universidad con la ilusión de transmitir conocimiento, de acompañar a los estudiantes en su camino. Siempre he sentido que mi trabajo como profesor es más que un empleo: es una vocación. Me apasiona enseñar, me apasiona investigar, me apasiona estar en ese espacio donde todo se mezcla: la juventud, las preguntas, la posibilidad de abrir puertas. Sentir que de alguna manera podía influir en la vida de otros, aunque fuera un poco, me daba sentido. Pero este año es distinto. Este año no tengo ganas de volver. Después del verano, después de todo lo que he pasado con la enfermedad, con los brotes, con la tristeza que me ha acompañado, no me siento preparado. No tengo fuerzas. Me cuesta incluso imaginarme entrando en un aula, fingiendo entusiasmo, sonriendo cuando por dentro lo único que tengo es un cansancio que no se va. Esa imagen que antes me llenaba de...

Alejarme para no romper

He tomado una decisión. No ha sido fácil llegar hasta aquí, pero siento que ya no puedo seguir de otra manera. La decisión de alejarme, de poner distancia, de no contagiar esta tristeza que llevo dentro y que cada vez me resulta más imposible de disimular. Sé que no me queda mucho, ya sea por la enfermedad que avanza sin piedad o porque en algún momento me rinda. Y quiero irme dejando un buen recuerdo, no una versión apagada de mí mismo que solo provoque preocupación o cansancio a quienes me rodean. No quiero que cuando piensen en mí, lo primero que les venga a la mente sea este rostro cansado o estas ausencias en la conversación. Prefiero que conserven la imagen de lo que fuimos: las risas, los viajes, las confidencias, las madrugadas llenas de palabras y de silencios compartidos. Nada es igual que antes. Lo noto en cada gesto, en cada plan, en cada conversación. Lo que antes me parecía natural hoy me resulta ajeno, como si perteneciera a otra vida que ya no es la mía. Es como ver f...

La llamada

Después de este último brote debería sentirme feliz. Debería estar agradecido por haber recuperado movimiento, por volver a caminar, por volver a usar mi brazo. Y claro que lo estoy, sería injusto negarlo. Pero lo que me sorprende, lo que me desconcierta, es que lo que siento con más fuerza no es alegría, sino una tristeza enorme. Una tristeza que me atraviesa como un río subterráneo, que no me deja tranquilo, pero que al mismo tiempo viene acompañada de algo inesperado: una calma que nunca había sentido antes. Es difícil de explicar. No es la calma de quien ha encontrado una solución o de quien ha alcanzado la paz después de una tormenta. No. Es más bien la calma de quien acepta una evidencia inevitable, como el mar que vuelve una y otra vez a la orilla. Es como si dentro de mí hubiera una voz que me repite: ya hiciste lo que tenías que hacer en este mundo, puedes irte tranquilo. Y esa idea, lejos de asustarme, me trae serenidad. Siento como si, con cada recaída, me hubiera ido despid...

Una cicatriz más

  El brote ha pasado. Hoy, después de días de parálisis, he podido volver a ponerme de pie. He vuelto a andar, a mover el brazo, a sentir que mi cuerpo me obedece, aunque sea a medias, aunque sea con torpeza. No puedo negar que estoy feliz: volver a caminar después de haber estado atrapado en la cama se siente como un milagro pequeño. Algo que antes era tan natural, dar un paso, levantar un vaso, abrocharme una chaqueta, hoy me sabe a regalo. Podría decir que me siento libre, pero no sería del todo cierto. Lo que siento es una mezcla extraña: alivio por recuperar algo tan básico como moverme y, al mismo tiempo, miedo de saber que volveré a perderlo. Es como recibir un préstamo con fecha de caducidad. Y esa certeza empaña incluso la alegría. Porque este brote, como todos, ha dejado su marca. Ha dejado una cicatriz sobre una herida grande que ya tenía desde hace tiempo. La herida de saber que la enfermedad no perdona, que siempre vuelve, que cada mejoría es solo un paréntesis. La...

Hoy no me puedo levantar

 Llevo un día y medio en la cama, inmóvil. La parte izquierda de mi cuerpo ha decidido desconectarse de mí, como si alguien hubiera bajado un interruptor sin avisar. La pierna no responde, el brazo tampoco, y la mano, que tantas veces he intentado convencer para que se mueva, permanece muda, terca, inerte, como si ya no formara parte de mí. Es una sensación extraña, casi antinatural, porque la mitad de mi cuerpo sigue viva, obediente, mientras la otra mitad yace como un miembro ajeno, muerto, colgando de mí pero sin pertenecerme. Esa división no es solo física: es un recordatorio cruel de que ya no soy entero, de que estoy partido en dos. Nunca deja de impresionar. Nunca se vuelve rutina. Puedo haber pasado por esto muchas veces, pero cada vez me sacude como la primera. Y en este brote, que se ha complicado más de lo esperado, la sacudida ha sido aún más fuerte. El tiempo adquiere un ritmo extraño cuando no puedes moverte. Los segundos se estiran hasta volverse espesos, las horas s...

Me quedo atrás

Escribo estas líneas con la mano derecha. La izquierda… bueno, la izquierda ha decidido quedarse quieta, inmóvil, como si no fuera mía. Es una imagen que impresiona incluso a mí, que ya he vivido cosas parecidas. La miro y no la reconozco. La orden está ahí, el pensamiento viaja, pero el movimiento no llega. Es como si mi cerebro enviara una carta y el cartero se hubiera perdido. Esa desconexión entre la voluntad y la realidad me resulta un abismo. Y por más veces que haya pasado, no se convierte en rutina. No hay costumbre posible ante algo así; cada vez es una sacudida nueva. Cada brote trae consigo un recordatorio cruel: que la esclerosis no descansa. No se detiene, no espera, no negocia. Avanza con la indiferencia de una marea que sube, aunque grites. Y lo hace en silencio, pero con firmeza. Yo intento plantarle cara, pero ella no parece darse por enterada. Lo que hace que esta vez me pese más es el momento en el que ha llegado. No ha sido en un día gris cualquiera, sino justo desp...